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Dos productoras, dos propuestas M. TORREIRO

Parece que, tras muchas derivas, algo comienza a moverse en el adormecido panorama del cine catalán. Son novedades apreciables; en algún caso (el anuncio del comienzo del largo proyecto de Capitán Trueno, la estrella de Filmax para el año 2000, con 1.000 millones de coste) se trata de ambiciosas apuestas en busca de la comercialidad. En otros, como la un tanto pomposa propuesta bautizada como Fantastic Factory (seis películas, a dirigir a partes iguales por jóvenes autóctonos y por veteranos yanquis de segunda división, como Brian Yuzna, Jack Sholder o Stuart Gordon; financia, otra vez, Filmax) no resulta arriesgado ver en el mercado adolescente el destino final del asunto.No obstante, y con todo el respeto que merecen nombres como los de Jaume Balagueró, que algún día logrará el guión redondo que le permita la consagración que merece; Elio Quiroga, que nos dejó frotándonos los ojos del asombro tras su debut en Fotos, o el pintoresco Tinieblas González, cuyo multimillonario mediometraje El cuervo apuntaba cosas inteligentes, está por ver si de propuestas de género va a alimentarse el cine catalán por venir. Ojalá fuera así, en todo caso, porque si de algo está huérfano el cine hecho en el principado es de un buen éxito de público que tanto se le resiste: por poner sólo ejemplos recientes, los pinchazos de La ciutat dels prodigis, El pianista o La otra cara de la luna han venido a sumarse a una lista desgraciadamente amplia en los últimos 20 años.

Pero mientras nos preparamos para el futuro próximo, fijémonos por un instante en realidades más concretas, en un par de películas, dos propuestas diferentes, pero con puntos de contacto. En un caso, El mar, la vibrante, un tanto enfermiza y valiente película que Agustí Villaronga ha firmado con mano segura a partir de textos del imprescindible Blai Bonet, estrenada el 14 de abril, tras su pase en el festival de Berlín. En otro, la modificada versión del éxito teatral Krampack, puesta de largo como realizador de Cesc Gay, que llegará a las pantallas dentro de algunas semanas, tras su pase en la prestigiosa Semana de la Crítica de Cannes.

Ambos filmes pertenecen inequívocamente a la mejor tradición del cine catalán, la del cine de autor: a pesar de que a algunos les gustaría que no fuese así, lo cierto es que sólo esta tradición ha sido capaz de dejar a la posteridad algo más que películas baratas de usar y tirar. Ambas propuestas vienen, además, de dos productoras, Marta Esteban en el caso de Krampack e Isona Passola en el de El mar, que andaban necesitadas de afirmación profesional. En el caso de Esteban, coproductora de películas de Alain Tanner o de Tierra y libertad de Ken Loach, porque precisaba consolidar con un director autóctono su buen ojo para abordar proyectos ambiciosos.

En el caso de Passola, porque después de tanteos de todo tipo, de fallidas coproducciones televisivas con Francia a fracasos como El pianista, justamente, necesitaba hacer borrón y cuenta nueva. Y lo menos que puede decir el cronista es que ambas han salvado el obstáculo con nota: Esteban ha dado a Gay, de quien conocíamos sólo su trabajo al alimón en la interesante Hotel Room, toda la libertad para modificar la obra teatral de partida y para que pueda firmar una película que dará que hablar por el desparpajo y la naturalidad con que muestra el despertar sexual de un adolescente con inclinaciones homosexuales, y de la que se debe decir que su mayor logro es el no presentar en absoluto el look cansino y las inquietudes de corto vuelo de tantas películas catalanas de los últimos tiempos.

En cuanto a El mar, hay que consignar que es justamente el reverso del sensacionalismo tontorrón que Villaronga había mostrado en su debut, Tras el cristal: con parecidos mimbres, una visión en pasado y la pulsión autodestructora como motor, da cuenta de que después de varios años y cuatro películas poco excitantes, está por fin en posesión de una madurez que le permite una mirada punzante, trágica y sin contemplaciones sobre un país, la Mallorca de la primera posguerra, en el que tres personajes se reencuentran para cumplir el traumático destino que se comenzó a anudar para ellos -en realidad, para muchos más- una noche de fusilamientos sin juicio en la tapia de un cementerio.

Reflexión autoral desde el primer plano, voluntad de discurso y de memoria, y medida osadía formal se dan venturosamente la mano en la película más provocadora de cuantas se han producido en Cataluña en mucho tiempo. Merece la pena verla: para recordar cómo fue la castrante educación sentimental de varias generaciones de españoles; para que, en suma, recordemos de dónde venimos.

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