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Tribuna:18é SALÓ INTERNACIONAL DEL CÒMIC DE BARCELONA
Tribuna
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Entre 'freaks' y 'focomelos' RAMÓN DE ESPAÑA

Me comentaba hace unos días Òscar Nebreda que cada vez entendía menos qué pintaba la gente como él en el Salón del Cómic de Barcelona, compartiendo el espacio con los consumidores de mangas y de tebeos de superhéroes con mallas. A mí me pasa algo parecido, y creo que esa sensación es compartida por todos esos infelices que un día creímos que los cómics, como las novelas y las películas, eran unos artefactos narrativos de primera magnitud. El sentir de Òscar y mío fue muy bien resumido, hace algunos años, por uno de los directores del salón (no diré cuál). Estábamos contemplando a las masas que deambulaban por la estación de Francia y el hombre me dijo: "Ahí les tienes, el contingente habitual de freaks y focomelos".La palabra freak no requiere mayor explicación, pero el término focomelos (que en realidad define a las víctimas de una extraña enfermedad) fue acuñado por Juanito Mediavilla durante aquellas giras triunfales que la gente del cómic hacíamos por todo el país en los primeros tiempos de la era socialista, cuando España no iba tan bien como ahora pero los tebeos gozaban de muy buena salud. En esa época, el amigo enrollado del concejal socialista de turno montaba una semana alternativa de no te menees en la que los chicos del cómic eran remunerados por emborracharse en público, hacer el ganso, ironizar a costa de los sociatas y reírse en las barbas del que firmaba los talones. Esta actitud, fomentada por el poder, era muy aplaudida por los focomelos, muchachos granujientos, devorados por el acné y consumidos por el onanismo, que solo leían tebeos y que sabían que existían las mujeres porque las habían visto por la televisión. Nos caían bien, pero nunca pudimos imaginar que se iban a convertir en los únicos consumidores de eso que nosotros, en nuestra ingenuidad, considerábamos el noveno arte.

Aunque cada año me digo que no me verán en la estación de Francia rodeado de freaks y de focomelos, siempre acabo volviendo al único lugar de la ciudad que me recuerda lo que pudo ser y no fue. Previamente, para dotarme de una moral que no tengo, tomo un par de medidas: una larga conversación con mi amigo Joan Navarro, el último creyente; y la lectura de las pocas novedades interesantes. Este año, como Navarro estaba autosecuestrado en su editorial intentando poner orden en la edición de un libro de nuestro caótico amigo y maestro Antonio Martín, me he tenido que conformar con las novedades.

Así es cómo me he leído No pasarán, del italiano Vittorio Giardino (Norma Editorial, Barcelona) y David Boring, del norteamericano Daniel Clowes (Fantagraphics Books, Seattle). El primero es una inteligente vuelta de tuerca al tema eterno de la guerra civil española bastante más estimulante que los panfletos cinematográficos al respecto firmados recientemente por Vicente Aranda o Ken Loach. El segundo, una pesadilla apasionante a medio camino entre el primer Paul Auster y el David Lynch de antes de The Straight story que si hubiera adoptado forma de novela o de película habría sido muy alabada por los críticos. O sea, dos excelentes muestras de lo que se puede hacer con los tebeos, con ese medio que Hugo Pratt definió como el cine de los pobres.

La satisfacción de la lectura, lamentablemente, se ve enturbiada por la constatación de que estas obras nunca encontrarán su público: los aficionados a la literatura no leen cómics y los focomelos no las entenderán. Ésta es la triste situación del cómic contemporáneo, y resulta muy difícil de enderezar.

Es así como lo que podría haber sido un medio de comunicación apasionante se ha convertido, como la danza (arte total en los tiempos de Diaghilev, recuerden) o la poesía (sólo Antonio Gala agota ediciones), en un tema de conversación para iniciados cuyas frases se pierden bajo el fragor de los berridos de freaks y focomelos.

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