El carnicero y el homeópata
Un indignado ministro del franquismo final dijo del presidente de Gobierno que ya Carrero había sido un mal director de orquesta, pero, comparado con su sucesor, parecía Von Karajan. La condición presidencial, en efecto, requiere dotes especialísimas que brillan de forma singular a la hora de formar un equipo de gobierno. Liquidada una sesión de investidura que parecía tener poco interés y todavía ha subrayado este rasgo, el único motivo real de interés en la política española radicaba en la formación del Gobierno. En la sesión parlamentaria hemos tenido, eso sí, una primera píldora de lo que va a convertirse en habitual en esta legislatura: la crucifixión del PNV con su entusiasta concurso.La experiencia histórica y política enseña qué no se debe hacer al formar un Gobierno. En primer lugar, parece necesario maquillar el océano de pequeñas concupiscencias que se desatan siempre en torno a las poltronas ministeriales. Romanones cuenta que él y los suyos se repartieron los puestos ministeriales en 1922 "como los niños las peras a la puerta del colegio" y a los pocos meses hubo un golpe de Estado. Azorín narra el regocijo con que el Congreso oyó en una ocasión a Montero Ríos cuando dijo que había formado su Gobierno "por riguroso orden de antigüedad". Este género de cosas se hacen, pero, por más que se sepan, no se dicen.
También la experiencia proporciona enseñanzas positivas. En realidad, el arte de formar Gobierno exige las capacidades del carnicero y del homeópata. "La primera cosa esencial para un buen primer ministro es ser un buen carnicero", aseguró Gladstone. Lo curioso es que esta cita se encuentra nada menos que en las memorias de Nixon, que atribuyó muchos de los males que padeció a no haber sabido librarse de malas compañías. Tenemos un buen ejemplo reciente de carnicería en lo que hizo Felipe González con Fernando Morán: decirle con toda claridad que le relevaría si encontraba con quién. Franco fue un maestro en el arte de la homeopatía, según nos informa sir Raymond Carr: sus Gobiernos fueron casi fórmulas farmacéuticas con las que combinaba en las dosis más oportunas las diversas familias de su régimen. Un caso un poco más remoto, a sensu contrario, de incapacidad para la homeopatía fue el de Adolfo Suárez. Cuando renovó su mandato, en 1979, pretendió formar un Gobierno libre de todo tipo de ataduras, pero luego, hasta comienzos de 1981, trató una y otra vez de encontrar la poción mágica perdido en una maraña de combinaciones ninguna de las cuales le daba el resultado apetecido.
Apliquemos esta doctrina a la reciente formación del Gobierno por el presidente Aznar. Ha sido, desde luego, un buen carnicero. En un libro que me cupo el honor de coordinar y que apareció a comienzos de año, los autores calificaron la actuación de algunos ministerios con suspenso: de ellos no ha quedado tras la reciente remodelación ni las pavesas. Para eso sirve, desde luego, tener un partido unido y obtener la mayoría absoluta. Con sólo librarse de esa carga, el Gobierno resulta claramente mejor que el precedente. También en lo que atañe a un mayor peso de la moderación: Cabanillas no se llama Rodríguez, Rajoy asciende y Cascos es el primer vicepresidente degradado de la historia española. ¿Se convertirá en verdad la tan repetida promesa centrista?
El problema radica en saber si Aznar ha sido un buen homeópata. Ha sabido serlo en la resultante de cuota femenina final, pero no siempre cuando se tiene mucho poder se demuestra capacidad para este arte. Aznar no debe ocuparse apenas de familias, pero quizá si no tuviera mayoría absoluta habría recurrido a más técnicos independientes mientras que ahora se ha limitado a hacer una operación intrapartidista. Y aquí es donde puede haberle fallado la homeopatía. Hay, al menos, cuatro ministros de los que su biografía no arroja ni un ápice de conocimientos de asuntos que les van a corresponder.
Volvamos, en fin, a los modos, es decir, a las citas de Romanones y de Azorín. Eran, claro está, obscenas por lo que revelaban y resultaron contraproducentes a muy corto plazo. Se comprende el regocijo del presidente, pero debe meditar si una concentración de poder, tan exhibida en forma de cuaderno y secreteo, no resulta contraproducente.
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