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¿Quién tiene la culpa: Bruselas o Francfort?

Soledad Gallego-Díaz

Desde mediados del 99, la tasa de crecimiento económico de los once países del área euro se ha acelerado y se calcula que este año se situará en un 3,4%; la inflación se mantiene en una media del 2,1%; el desempleo ha caído del 11,6% al 9,2%; las exportaciones pueden aumentar un espectacular 8,5%. La economía alemana resucita, la francesa crece casi tanto como la española (3,7% frente a un 3,8%), Holanda supera el 4% e Irlanda muestra orgullosa a sus belicosos colegas del Ulster nada menos que un 7,5% de crecimiento anual. En definitiva, la economía europea va mejor ahora que hace un año. ¿Por qué la moneda que tenemos en la cartera, el euro (la peseta es sólo un disfraz que vestirá la divisa europea hasta el 2003), ha perdido desde que se creó, el 1 de enero de 1999, aproximadamente un 21% de su valor frente al dólar?La cosa podría ser molesta para el orgullo y para quienes viajan a Nueva York, pero no necesariamente para la economía: una moneda débil permite aumentar las exportaciones y el crecimiento económico, lo que viene muy bien para crear empleo y reducir déficit. El problema es que los europeos también compramos en dólares y que, lógicamente, los precios de esos productos suben al mismo ritmo: inflación a la vista, subida de los tipos de interés, menos crecimiento... El euro no puede seguir cayendo sin que termine perjudicando el proceso de recuperación de la economía europea.

La mayoría de los analistas se quejan de que no hay razones objetivas para que el euro haya perdido, y siga perdiendo, tanto valor frente a la moneda norteamericana. Es verdad que la economía de Estados Unidos lleva creciendo de forma continuada desde hace 108 meses sin que se resienta la inflación y sin que las repentinas caídas de la Bolsa o la publicación de las cifras de su mostruoso déficit comercial hagan la más mínima mella en el dólar. Es lógico que los inversores de todo el mundo demuestren confianza en la moneda estaounidense, pero no parece razonable que los propios inversores europeos desconfíen tanto del euro, precisamente cuando las cosas parece que empiezan a ir bien en toda la Unión.

A la hora de buscar explicaciones, hay quienes acusan al Banco Central Europeo de propiciar esa desconfianza por su manifiesta incapacidad para conectar con los mercados, anticipar sus movimientos y hablar con una única voz. Todas las decisiones del BCE desde su nacimiento han sido muy correctas, lo que pasa es que nadie se ha dado cuenta, afirmaba en primera página The Wall Street Journal. Una dura acusación para Wim Duisenberg y sus colegas del comité ejecutivo del BCE, elegidos en 1998, tras una larga batalla política, precisamente. por lo contrario: su presunta capacidad para inspirar confianza, hablar cuando conviene, no meter la pata e ignorar presiones de los diferentes Gobiernos de la UE.

Es posible que Duisenberg haya caído en los pecados de soberbia y opacidad de que se le acusa y deba reconocer su parte de responsabilidad en la prolongada depreciación del euro. Pero sería malo que detrás de la alta y maciza figura de este holandés y de la nube de humo de tabaco que siempre le acompaña se escondan los otros responsables: quienes en Bruselas y en las principales capitales europeas continúan sin impulsar la idea de una Europa política, estable e integrada, con las reformas estructurales que precise.

Para confiar en el euro hay que confiar en la independencia del BCE, pero también en que detrás de la moneda única está la idea de una Europa unida. Duisenberg habrá fallado, pero más aún fallan los responsables de la Comisión Europea, con Romano Prodi a la cabeza, y los dirigentes de Alemania y Francia, que se muestran incapaces de dirigir e impulsar el proceso abierto por el Tratado de la Unión. Quizás sea difícilmente compatible una moneda fuerte con una zona llena de incertidumbres. Y lamentablemente la Unión Europea tiene hoy día más áreas de sombra que tenía hace un año (el futuro de la ampliación, el referendum danés sobre la moneda única el próximo mes de septiembre y las renovadas dudas británicas, entre otras). solg@elpais.es

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