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Un árbol no es un ornamento

Nos alegran la vista pero no tienen por qué ser sólo un ornamento, los árboles cumplen multitud de funciones en el medio urbano. Cuando son árboles en el campo o en un bosque ni se nos plantea que tengan una misión ornamental, sólo en jardinería y en espacios urbanizados se los trata así. Si en urbanismo es tan frecuente que se le adjudique esa función es por el empobrecimiento de nuestra cultura, demasiadas veces incapaz de captar la multidimensionalidad de los fenómenos naturales. En muchas calles de nuestros cascos urbanos los árboles se utilizan únicamente como elementos estéticos, más como mobiliario que como vegetación, y no es infrecuente que, bien crecidos, se arranquen y eliminen si molestan para alguna cosa. Ciertamente, se siguen haciendo jardines donde, en masa, tienen protagonismo, pero a veces parece un ejercicio de guetización más que satisfacer una necesidad ambiental, mientras multitud de calles aparecen yermas y sin terreno permeable (eso sí, repletas de unos artefactos que protagonizan, aparcados o en movimiento, la vía pública). Hace años que, en nuestros municipios, el árbol ha dejado de considerarse un elemento imprescindible de la calle.Sin embargo, sus funciones ambientales, sicológicas, higiénicas y recreativas son más importantes que las estéticas. La contaminación acústica y del aire se mitiga con su presencia; los beneficios que proporciona en la salud psíquica del ciudadano hace tiempo que son conocidos; es imprescindible para alcanzar microclimas soportables en nuestras estaciones cálidas; la dimensión lúdica de muchas calles y plazas es impensable sin árboles... biólogos y psicólogos explicarían mucho mejor que yo algunas de esas ventajas. Cualquier transeúnte se percata del diferente atractivo de una calle con árboles de buen porte y de otra sin ellos, su papel en el espacio público no debiera ser un secreto para nadie.

En ciudades como Valencia, la ocupación creciente de sus aceras por un mobiliario urbano de dudosa utilidad y la progresiva reducción de su tamaño practicada en las últimas cinco décadas, con el objetivo siempre de ampliar la calzada, hace que los árboles a veces sean vividos como un estorbo más. El estudio que hizo el archivado Plan Verde para la ciudad de Valencia proponía duplicar el número de árboles del viario (sin contar los jardines, pasar de 32.796 a 64.240) consciente de que se han convertido en una rareza de la calle. Y si la mirada la dirigimos a muchos cascos urbanos de nuestros pueblos la conclusión es desoladora, pues en su viario simplemente no existen. Visitando poblaciones como Simat de Valldigna, Vallada, Carlet; la nueva periferia de Dénia o Quart de les Valls he tenido esa impresión y el diagnóstico siempre era el mismo: no hay árboles. Aunque todos esos municipios tengan algún o algunos enclaves ajardinados de valor, el viario, la mayoría de sus calles, resulta un erial. En las localidades pequeñas, la vecindad con la naturaleza parece ser una excusa para que los árboles no tengan sitio en la calle. ¡Cuántas operaciones urbanísticas baratas, sencillas y recualificadoras, por tanto también embellecedoras, consistentes en la simple ampliación de aceras y en la plantación de arbolado se podrían hacer para mejorar nuestros municipios! El paisaje urbano exige cuidado, atención al viandante, cariño en su diseño y mantenimiento, y en ello la vegetación, aceptada en sus condiciones y tratada en sus diversas potencialidades, es un componente esencial.

No sólo hay que plantar árboles en la ciudad sino que hay que elegir bien las especies. En Valencia hoy proliferan las palmeras washingtonas y los naranjos: ni unas ni otros proporcionan la sombra y la protección que la calle necesita. Se escogen con criterios estéticos y el resultado no puede ser más ineficaz. Necesitamos árboles de porte grande, predominantemente de hoja caduca, que favoreciesen el medio ambiente urbano. Washingtonas y naranjos sólo cumplen una función ornamental, son pura decoración, con ellos no se potencian todas las aptitudes del arbolado. Si algún vecino se queja de la proximidad de los árboles a los edificios, háganse las aceras más anchas y sepárense de las casas, pero que no se nos prive a los ciudadanos de su sombra, que para que sea útil ha de ser proyectada por un porte suficiente. Por otro lado, empiezan a hacerse frecuentes los pequeños jardines sin árboles, repletos de unas flores que requieren una replantación constante y un consumo de agua superior al que debería ser normal: el último ejemplo es el discutible jardincillo al lado del Palau de la Música, una zona de prolongación de la Alameda (es decir, de la teórica avenida de álamos).

Habría que elegirlos bien desde valoraciones no solamente estéticas. En realidad, bien entendida, incluso esa función exigiría árboles con presencia, pues una de sus misiones importantes sería tapar los malos ejemplos arquitectónicos que proyectamos los arquitectos y construyen los negociantes. Si en muchas calles los árboles ganaran protagonismo lo perdería la pésima arquitectura de nuestras periferias. Esa sí es una interesante función ornamental.

Carles Dolç es arquitecto-urbanista.

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