Envidia
FÉLIX BAYÓN
Si existe, que lo dudo, algún lector que haya venido soportándome durante los cinco años en los que vengo apareciendo en este rincón del periódico, sabrá que siento una profunda envidia por los sevillanos. Mi envidia no tiene mucho que ver con la belleza de la ciudad que, siendo mucha, se puede comparar con las tantas ciudades bellas que se encuentran por esos mundos. Mi envidia tiene más que ver con lo irrepetible de Sevilla, que no depende tanto de su monumentalidad, sino, más bien, de su gusto por las polémicas disparatadas y por esas espesas quimeras que llevan, por ejemplo, a que, fatalmente, los alcaldes terminen hablando en tercera persona, como si fueran Papas, monarcas centroeuropeos destronados o emperadores centroafricanos un pelín caníbales.
Envidio a los sevillanos porque no creo que tengan tiempo para el aburrimiento: si en la ciudad en la que uno vive habitan gentes como Lopera, Rojas-Marcos o Monteseirín, difícilmente puede haber un par de minutos de aburrimiento. Desayunar leyendo el periódico en Sevilla es algo tan estimulante que tendría que ser ilegal.
Yo, que, desgraciadamente, vivo lejos de Sevilla, vengo despertándome ansioso últimamente, deseando leer las noticias que el periódico trae cada mañana sobre ese misterio de la madrugá que enfrenta al Ayuntamiento sevillano y al Gobierno de la nación. No hay duda de que Monteseirín tiene futuro: si esta tecla del enfrentamiento con el Gobierno del PP le ha dado buen resultado a Manuel Chaves, tendría que hacer milagros con Monteseirín, al que (no olvidemos) el propio Chaves calificó en su momento como "lo mejor del PSOE", sin que sepamos todavía si su sentencia era un halago o un lamento.
Envidio a los habitantes de una ciudad que sufren una bulla tempestuosa en la madrugada del Viernes Santo y la achacan a un juego de rol, como si la madrugada del Viernes Santo no fuera en sí misma un juego de rol. Que el único testigo sea, además, un ciego, es algo que sólo puede ocurrir en las películas o en las ciudades sobradas de imaginación. Envidio (no puedo evitarlo) a los sevillanos, que no sólo protagonizan los mejores movimientos de masas que se pueden ver en el universo mundo tras la muerte de Samuel Bronston (el megalómano productor de El Cid y 55 días en Pekín), sino que no paran de recrear sus mitologías y las mejoran en cuanto tienen ocasión.
Los sevillanos gozan de leyendas inmejorables, como la del intocable tesoro del Carambolo, que parece salido de un tebeo de Tintín. Un tesoro, que se sepa, que sólo ha osado tocar el actual alcalde, un hombre que, en sí mismo, es un personaje de Tintín, al que he visto, hace unos meses, en una foto de Diario de Sevilla que el difunto Hergé habría sido incapaz de imaginar: encabezando una procesión pagana del tesoro del Carambolo por la calle Sierpes. ¿No habrá sido lo de la madrugá una venganza del Carambolo?
Cuando uno vive en una ciudad en la que cualquier gacetilla periodística supone un desafío a la imaginación, no es necesario buscar culpables a una bulla de madrugada: el alcohol y el incienso hacen milagros. El resto lo pone de su parte un Ayuntamiento que cierra el centro, lo convierte en un teatro de pago al aire libre y lo deja en manos de guardas jurados.
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