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Reportaje:ESCAPADAS

Mil vistas blancas y una noche negra

La mirada siempre se tiñe de blanco en Setenil de las Bodegas (Cádiz). Y existen más de un millar de ángulos desde los que mirar, multiplicados por dos atalayas: el mirador de la Villa y el de Lizón, balcones cimeros que se asoman a la antigua villa, al esplendor árabe superviviente y al curso del Guadalporcún. Pero asomarse sólo no vale; hay que patearse el adoquinado, subir y bajar calles. Así, se desciende el curso de la historia y se recorre el río, al que los hermanos José y Jesús de las Cuevas llamaron "el autor de Setenil". El río, un arroyo del Guadalete, ha metido su gubia en el pueblo y ha modelado un almanaque: un pueblo blanquísimo, vertical y asomado a sí mismo. "Un pueblo embutido como un calzador en un cañón de un río" según lo vio Fernando Quiñones.Siete veces quisieron los cristianos arrebatarlo de manos musulmanas y siete fracasaron Fernando de Antequera y Juan II, entre otros aspirantes, rechazados por la roca y los árabes. A la octava fue la vencida. En 1484, Fernando el Católico montó un cerco de 15 días, recurrió a las armas más modernas de la época y cayó la villa. La proeza fue tal que quedó grabada, con otra gubia, en la sillería del coro de la catedral de Toledo. De aquellas guerras de moros y cristianos queda el hermoso nombre de Setenil: Septem nihil (siete veces nada), que rememora las siete calabazas que obtuvo la cristiandad en sus embates conquistadores.

El municipio intenta conquistar ahora el turismo rural. Si geográficamente cierra la depresión de Ronda y siempre ha estado vinculado a la ciudad del tajo, hoy también mira hacia allí. "Notamos mucho el turismo que nos llega desde Ronda, por eso hay que mejorar las comunicaciones, para intensificar el flujo", explica Cristóbal Rivera, alcalde socialista desde hace casi 20 años. Los 3.200 habitantes de la localidad viven de la agricultura, de la industria agroalimentaria (su aceite de oliva virgen extra presume de premios y existen dos fábricas de productos de confitería), y, poco a poco, del turismo.

Dejando arriba los miradores, se desciende y se constata la acusada verticalidad y la coexistencia de niveles superpuestos -hasta cuatro- que confieren a la localidad una organización urbana única y lejana de aquella colonia romana de Laccipo que los historiadores consideran el germen del Setenil actual. Hay que bajar para cruzar puentes y hay que salvar el río para palpar la roca caliza que da cobijo natural a unas 125 familias, el 10% de las viviendas de la localidad. Al resguardo de la roca se conservan vivas estas casas semitrogloditas empotradas en la pared, engastadas sobre la caliza desde épocas prehistóricas. Las técnicas del bricolaje y los instrumentales han ido permitiendo a sus habitantes sacar provecho de los recovecos, completar la techumbre con maderas u hormigón y, en todo caso, convivir con porciones de roca viva, de la que sus convecinos sólo narran bondades: segura, confortable, templada en invierno y fresca en verano.

Estas casas no son ni un museo ni una atracción reglada, pero los setenileños son hospitalarios y comprensivos con la curiosidad. "¿Quién vive aquí?, ¿de qué viven?, ¿cuánto tiempo hace que siguen resistiendo en este fascinante refugio los orgullosos nietos de los moriscos del romancero?". Igual que se lo preguntaba Caballero Bonald, se interrogan los cientos de visitantes que a diario taladran con sus flashes esos adosados irrepetibles, en una localidad que también presta a las cámaras su iglesia gótica de la Encarnación, la torre del Homenaje con los restos de murallas árabes y el artesonado mudéjar de la casa consistorial; nada queda de su antiquísima industria bodeguera.

Tan antigua como su Semana Santa: los blancos y los negros, o sea, los cofrades de la Vera Cruz y los de la Hermandad de Nuestro Padre Jesús compiten cada año por llevar la mejor banda de música, el mayor número de mantillas y de penitentes. La algarabía de sus llamadas a procesión lo desborda todo, hasta que en la madrugada del viernes santo la cofradía del Silencio sume al pueblo en un ritual antiguo y negro: el cristo muerto y crucificado se traslada, envuelto en un sudario, desde la ermita de San Sebastián hasta la Encarnación. Sin pasos ni tronos. Cinco personas de las mismas cinco familias de cada año y cada siglo portan al yacente. Las luces se apagan, se encienden las antorchas. La tradición, que manda más que la autoridad, prohibe las fotos, las ovaciones y las mujeres. Sólo doña Encarnación Villalón Ramírez sale de su casa para ungir al cristo con colonias y óleos. Es Setenil en la madrugada oscura del viernes santo. Por la mañana vuelve a ser blanco.

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