Italia: una derrota nada misteriosa de la izquierda
Massimo d'Alema, el primer ex comunista italiano que ha llegado a ser presidente del Ejecutivo (ahora dimisionario), todavía no logra entender por qué ha perdido las elecciones regionales del pasado domingo, ya que su Gobierno no ha gobernado tan mal, ha reducido el desempleo, ha disminuido la evasión fiscal (y estaba a punto de reducir los impuestos) y no ha atacado ningún interés constituido (legítimo, privilegiado, e incluso ilegítimo). ¿Por qué no se ha premiado tanta moderación? ¿Por qué se ha premiado, por el contrario, la campaña electoral de Silvio Berlusconi, violenta, polémica, totalmente ideológica, con tonos de cruzada?D'Alema no alcanza todavía a comprenderlo, pero la explicación no es nada difícil (en todo caso, es difícil entender por qué algunos políticos no logran descifrar, ni siquiera post factum, cosas absolutamente evidentes): porque en política no cuentan sólo los hechos. Cuentan incluso, y con frecuencia más, la identificación de un enemigo y la capacidad de vender sueños (o crear ilusiones). Berlusconi ha logrado hacer ambas cosas; D'Alema, ninguna de las dos.
Que D'Alema no ha gobernado tan mal ha sido reconocido implícitamente por todos, incluso por Berlusconi. En efecto, la única crítica concreta que Forza Italia ha dirigido al Gobierno concierne a la par condicio, es decir, a la ley sobre la utilización de la televisión en campaña electoral, copiada literalmente de otros países europeos, y que garantiza a las formaciones políticas en liza una cierta paridad. Sin embargo, Berlusconi reclamaba el "derecho" de inundar con sus espacios publicitarios todas las cadenas televisivas, aplastando a los adversarios con el peso de su gran poder económico y catódico (no existe una España, o una Alemania o una Francia, en donde una tal pretensión fuera tomada seriamente).
Y sin embargo, D'Alema ha perdido y Berlusconi ha ganado. En primer lugar, porque desde hace años los italianos, en su grandísima mayoría, sienten que su mayor enemigo es la partidocracia, es decir, los políticos profesionales, y, como consecuencia, "la política" misma. Este sentimiento común, fortísimo ya en la segunda mitad de los años ochenta (en la época de oro -¡para ellos!- de Craxi y Andreotti), se ha convertido en dominante con el descubrimiento de la corrupción política (Tangentopoli) y la actuación de los jueces de Manos Limpias en 1992. Desde entonces, para ganar las elecciones es absolutamente necesario ser capaces de ocupar el lugar -ya estratégico- de la antipolítica. O por lo menos impedir que el adversario tenga éxito en esta operación.
D'Alema, sin embargo, desde el inicio del proceso de Manos Limpias, no ha hecho otra cosa que reivindicar la "primacía" de la política (contra los magistrados "que exageran", contra los periodistas "que desinforman", contra la sociedad civil y sus intelectuales veleidosos). Ha hecho de todo para reivindicar los méritos de los "políticos de profesión" y ha despreciado las "utopías" de la política entendida como bricolaje. D'Alema, que aceptó sin entusiasmo y a regañadientes la transformación con la que Occhetto impuso en 1989 al Partido Comunista el cambio de nombre y de ideología, todavía en un recientísimo ayer -muchos años después del cambio de rumbo- se enorgullecía de tener el retrato de Togliatti colgado en la pared detrás de su escritorio.
D'Alema ha propuesto con obstinación, y ha vuelto a proponer con arrogancia, la "primacía de la política" contra las veleidades de la sociedad civil, justo cuando la sociedad civil -es decir, los electores- despreciaba cada vez más "la política". Pero esto no es todo. Mientras que Berlusconi ha identificado a D'Alema como el enemigo, el "comunista", el hombre del aparato, D'Alema no ha hecho otra cosa que invitar a Berlusconi al diálogo, concederle casi todo lo que pedía y, en resumen, ofrecerle la otra mejilla. Ha aceptado en sustancia la política de Berlusconi contra los magistrados y ha marginado la ley sobre el conflicto de intereses: ésta es una ley que existe desde 1957 y establece que no se puede elegir como parlamentario a quien el Estado haya hecho una concesión económica relevante; y una cadena televisiva -es más, ¡tres!- es la concesión más relevante que el Estado puede conceder hoy; Berlusconi, por tanto, no era elegible en 1994 y ni siquiera lo es hoy; pero todo el Parlamento ha preferido no aplicar nunca esta ley. D'Alema tampoco ha aplicado una sentencia del Tribunal Constitucional que imponía quitar a Berlusconi por los menos una de sus tres cadenas, y así sucesivamente. Berlusconi ha identificado a su enemigo, D'Alema ha cortejado al líder de Forza Italia e incluso con frecuencia le ha obedecido, a pesar de las bofetadas cotidianas que recibía como respuesta. Berlusconi ha sido totalmente coherente; D'Alema, totalmente incoherente. Veamos este punto crucial de forma detallada.
Berlusconi ha sido totalmente coherente en su populismo antidemocrático. Tómese como ejemplo el asunto de la famosa metedura de pata contra los enfermos de sida: durante la campaña electoral contó el siguiente chiste: un médico aconseja a un enfermo de sida que haga una cura de barros; el enfermo pregunta: "¿Me sentará bien?". El médico responde: "No lo sé, pero por lo menos se irá acostumbrando a estar bajo tierra". Y en este punto todos empiezan a reírse.
Ningún político de una derecha democrática podría expresar semejantes opiniones. Sería considerado cínico, políticamente incorrecto, perdería votos. Un político democrático, de izquierdas o de derechas, debe respetar a las minorías. Precisamente por esto es democrático. Un populista, no. A un populista sólo le interesa los humores de la mayoría. Las minorías le importan "un bledo" (como decía Mussolini). Y es evidente que las mayorías desprecian a los enfermos de sida ("homosexuales y drogados, ¡se lo han buscado ellos!", dicen). Quizá no se atreven a expresarlo en voz alta, pero lo piensan. De la misma forma que están contra los inmigrantes hasta el racismo (quizá un racismo suave y selectivo). Y de la misma forma que piden puño de hierro, tolerancia cero, y ley y orden contra la criminalidad común, y en cambio impunidad absoluta para la evasión fiscal, la falsedad presupuestaria y otros delitos de guante blanco.
D'Alema, al contrario, ha sido totalmente incoherente: con respecto a los valores democráticos y a las promesas electorales; con respecto a la justicia, al monopolio televisivo de Berlusconi, al conflicto de intereses, al actual reparto de cuotas de poder los organismos públicos, y con respecto a la necesidad de "reinventar la política", de "renovar los partidos" acercándolos a los ciudadanos, que era la esencia del programa de la coalición de centro-izquierda El Olivo. No ha hecho nada o casi nada de todo esto, y con frecuencia ha hecho lo contrario.
Véanse los periódicos de hace cuatro años, inmediatamente después de la victoria de El Olivo. Se habla en ellos de quién sustituirá a Berlusconi (dado por muerto políticamente) en la dirección del Polo. Se habla del próximo fracaso (literalmente y en sentido técnico) del imperio televisivo berlusconiano, sumergido por deudas inmensas. Se habla de un Berlusconi que, acabado política y económicamente, terminará en la cárcel, vistos los numerosos procesos, las acusaciones gravísimas, la cantidad increíble de pruebas contra él. Para que todo eso sucediera (como exigían las leyes de la política, las leyes del mercado y las leyes en general) era suficiente con no hacer nada. Era suficiente que D'Alema cumpliera con su deber de líder del mayor partido de la Alianza gubernamental, es decir, que apoyara con lealtad al Gobierno de Romano Prodi. Y punto.
Pero D'Alema no podía aceptar que el protagonista fuera el professore Prodi, un hombre sin partido y sin aparato (¿dónde iba a parar de esta forma la "primacía de la política"?). D'Alema inventó algo que no estaba en el programa de El Olivo, una "comisión bicameral" para volver a redactar la Constitución. Intentó el acuerdo con Berlusconi y de esta comisión se convirtió en presidente. D'Alema y Berlusconi, padres constituyentes: ¡ésta fue la idea genial, en contra de todo realismo político, en contra de toda lógica, en contra de todas las promesas electorales!
Lo demás es la consecuencia lógica (y masoquista). Berlusconi, ya deslegitimado y acabado, fue legitimado nuevamente y resucitado por D'Alema. Legitimado hasta el punto de que es considerado un padre de la patria (es decir, uno de los redactores de la Constitución). Legitimado para poder pedir fuertes préstamos a los bancos (y obtenerlos), legitimado para atacar a los magistrados que investigan sobre él, legitimado para conservar un monopolio televisivo ilegal, legitimado como líder incontestable del Polo de las Libertades. D'Alema pensaba que era muy listo (en Italia, muchos confunden la listeza con la inteligencia) al elegirse un adversario débil. Pero Berlusconi era débil sólo porque y hasta cuando estuviera deslegitimado. Una vez legitimado de nuevo, estaba destinado a hacerse fortísimo en muy poco tiempo.
Por lo demás, compárense los resultados electorales precedentes a la actuación de Manos Limpias. Si se suman los votos que van desde los neofascistas a Craxi, y se quita un 5% de democristianos (ésta es la formación que hoy apoya a Berlusconi), se obtiene una mayoría aplastante. La derecha, esta derecha (que Craxi no logró reunir), era y es mayoritaria en el país. Esta derecha no podía aliarse, en el horizonte de los partidos tradicionales, porque los neofascistas estaban fuera de juego. La irrupción judicial de Manos Limpias dividió al electorado de derecha. Éste es el punto decisivo. Una parte del electorado conservador rompió con los políticos de la derecha por ese motivo. Y es esto lo que permitió al centro-izquierda ganar hace cuatro años. Pero si se abandona este terreno en favor de otros asuntos, importantes pero tradicionales (hacienda, paro, etcétera), el electorado de derechas se recompone. D'Alema ha marginado, e incluso denigrado, el tema de Manos Limpias en nombre de la "primacía de la política". Pero la política, otra vez tradicional, ha devuelto la primacía a los grupos de derechas, como era obvio. En la derrota de D'Alema no hay nada de misterioso, a no ser su ceguera y la de muchos obsecuentes de su entorno, que ahora fingen casi no conocerlo.
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