Es grande perder en Old Trafford
El Madrid volvía a Old Trafford, el quinto infierno, unos treinta años después.Mucho tiempo atrás, los Diablos Rojos del United habían conseguido fortificarse en una leyenda inspirada en varios estilos de combate inconfundiblemente británicos. Todos tenían el antecedente del entusiasmo; indicaban un decidido gusto por las situaciones de máxima ansiedad y eran la fusión de dos antiguas fórmulas de supervivencia probadas indistintamente por los piratas más crueles y los pioneros más abnegados. Una era la agresividad y otra la obstinación.
Pero, antes que nada, los poderes del Manchester estaban unidos a la mística de su territorio. Allí, en el cráter colorado de Old Trafford, la ciudad se congregaba para disfrutar a su manera de los placeres del asedio. Ahora bien, no se conformaba con recrearse en las evoluciones de sus muchachos; participaba en las invasiones y los expolios prestándoles un sonido propio. Escoltado por los cánticos rituales, rodeado por la vibración que precede a las grandes erupciones, el equipo forastero sentía en la médula un temblor apremiante. En realidad los supporters locales sabían impregnar el estadio de la misma pátina de sudor industrial que siempre tuvieron las más duras guerras de desgaste, y al mismo tiempo daban a la ceremonia un misterioso toque gregoriano que convertía el campo en una enorme garganta y en una enorme cripta. Por eso en aquella plaza no importaba demasiado quién era el enemigo ni quién se vistiera de lancero; todos los chicos sabían que la única regla era jugar al abordaje. Durante noventa minutos o durante noventa siglos.
Y por eso en 1956, cuando el Real Madrid había ganado una rudimentaria Copa de Europa sin clubes ingleses, la exigente cátedra internacional dictó sentencia: en cuanto llegasen los británicos a la nueva competición se acabaría la fiesta latina. Por lo visto, el fútbol auténtico se jugaba sólo allí; todo lo demás eran sucedáneos. Luego, en 1957, por una jugarreta del sorteo, Tommy Taylor, la mejor cabeza de Europa desde Churchill, un juvenil Bobby Charlton que ya tenía el aristocrático porte de los Windsor y los demás Diablos Rojos llegaron a Chamartín bajo las órdenes de Matt Busby para destronar al vigente campeón.
Perdieron por 3-1, pero se fueron diciendo: "En Old Trafford resolveremos". No remontarían porque llegó Di Stéfano, les recetó un empate, paró el Big Ben y revalidó el título. Pero la leyenda continuaría.
Ayer, a media tarde, Fernando Redondo comentaba aquella aventura con un viejo amigo. Antes de despedirse le decía: "La única certeza es que con estos tipos no podemos escondernos: o les damos con todo o acaban con nosotros".
Hacia el minuto 60 llegó, recetó el tercero y paró el Big Ben.
La leyenda continúa.
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