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¿Utopía a la vista?

¿Estamos arribando en Occidente al final de singladura en la patera de la historia y, una vez abortado el motín utópico en el Este, a la tierra prometida de Utopía, cuya búsqueda nos hizo descender de las cavernas y unirnos los unos con, o contra, los otros?Algunas visiones utópicas parecen verificarse en las sociedades capitalistas avanzadas. Así, vivimos en casas cuartel clónicas, vestimos uniformemente al dictado de la moda, nuestras mentes embuten un pensamiento-picadillo único, trufado de una cultura común trivial pursuite, y nos postramos al unísono cada noche ante el altar audiovisual, donde, feligreses de un culto lunar de pacotilla, comulgamos con ruedas de telepizza como hostias.

Pero no, las apariencias engañan, y esto, si algo es, es una liquidación por derribo de utopías en El Corte Inglés.

El capitalismo ha sabido imponer sobre el comunismo colectivista el consumismo individualista, esa espita de seguridad de la olla estrés social, y atar con longanizas los peros al sistema, trocando la Utopía por la Untopía, ese lugar donde se unta el pan con Tulipán y rige entre administradores y administrados el pacto perverso baudrillardiano: "Dejadme hacer, yo os dejo pasar", base de la ética capitalista del yo me unto, tú te untas y todos, como pres-untos (sic) implicados en el as-unto (sic), nos pringamos.

Pero, en serio: ¿puede existir una ética capitalista? André Comte-Sponville, Pierre Bourdieu y Alain Touraine admiten, a lo sumo, una ética del mercado, contrapuesta a la equidad social, como la única que queda en pie tras el desmoronamiento del comunismo. Una ética de mercaderes que hace las veces de moral pública y que persigue la trinidad moral clásica de Bondad, Belleza y Verdad (digamos BBV, aunque suene a banco) no en el hombre, el Partenón y la sabiduría, sino en objetos adquiribles en los grandes centros comerciales que recuerdan las descripciones utópicas. Moro, Campanella, Owen, Fourier, Volney, Cabet, Bacon, se reirían ante la falsa realización de sus sueños en esos mundos neumatizados donde todo, como en Citére, es "ordre, luxe et volupté" baudelairianos.

En esos burdos remedos de Utopía, Palmira, Icaria, Nueva Atlántida o Ciudad del Sol, los ciudadanos, vigilados por el Gran Hermano panóptico, deambulamos como zombies por sus falsas calles, zocos donde compramos compulsivamente todo lo que no precisamos y algo de lo que necesitamos. Cid-Alcampeadores al frente de la familiar mesnada; Pinzones descubridores de nuevos Continentes; Sanchopanzas con nuestras Micomilonas a la conquista de las ínsulas hiperbaratarias, uncidos a nuestros carritos de asalto cuales petrarquistas duces ch'en Campidoglio trionfal carro a gran gloria conducen, recorremos nuestras Ciudades del Sol artificiales como Diógenes encandilados en pos del BBV, pero reconvertido en rebusca de lo Bueno, Bonito y Barato en las pilas de los saldos.

Había otra ética utópica que proponía Libertad, Igualdad y Fraternidad, pero han sido a su vez suplidas por la aspiración globalizada a tener Poder, Dinero y Éxito caiga quien caiga.

El reino de la Libertad, que para Marx era el comunismo superador del reino capitalista de la necesidad (y que en el Este quedó trocado en un imperio de la necesidad y necedad sin libertad), se ha quedado aquí en la posibilidad, si acaso, de tener contra la frommanía depresiva de ser.

La soñada Igualdad se aleja y el sistema neoliberal procura ahondar las desigualdades como acicate para la producción competitiva, imponiendo el darwinismo social, que arroja a la fosa común al débil, enfermo, viejo, inmigrante o pobre, caído en la lucha ante el racialmente más fuerte. Éste ya no es aquella bestia rubia y parda zaratustriana, arco tendido entre el animal y el superhombre, sino el ejecutivo agresivo, ese eslabón hallado entre el lobo feroz y Superlópez, que no va por la vida brazo en alto y porra al cinto, sino con corbata Hermès, terno Armani y güisqui en mano.

El darwinismo neoliberal globalizado permite que 225 ricos posean tanto como 2.500 millones de pobres; tres billonarios, el PIB de los 48 países más míseros, y que uno de cada cuatro ciudadanos del Occidente dual sea un pobre, ese desecho de tienta del capitalismo, que produce en serie pobres en los países ricos y ricos en los países pobres.

La Fraternidad solidaria ha sido barrida por el cada cual para sí, enriqueceos los unos sobre los otros, como consignas de un sistema que pretende destilar el bien público en el alambique de los egoísmos privados y en el laissez-passer las injusticias sociales.

¿Qué diría Tocqueville, quien antaño veía en Estados Unidos la realización del sueño utópico, si supiera que hogaño en Nueva York, escindida en guetos raciales, se comete un delito cada minuto, una violación cada hora, un asesinato cada día, y que en EEUU se ejecuta a dos personas cada semana, hay un millón de presos y 36 millones de indigentes? Y va en aumento no sólo el número de reclusos robapanes en las cárceles de alta seguridad occidentales, sino también en esa prisión de alta inseguridad que es el Sin-Sin de la marginación, donde cumplen condena de exclusión mayor los sin trabajo, sin techo, sin papeles, sin derechos, sin esperanza de inserción social.

Y es que el neoliberalismo está atilanizando los logros de la visión utópica, fomentando el desempleo para que el ejército creciente de los parados presione a la baja sobre las reivindicaciones y costes laborales, y desmantelando el Estado de bienestar amortiguador de la selección de la raza, suplido por ese estado de malestar del que ya hablaba Freud y en el que se vive en permanente tensión competitiva, inseguridad vital e insolidaridad social y racial correlativas.

Nada más lejos de la auténtica Utopía como fin y del soñar con ella como medio; de aquel kantiano deber de utopía; aquel élan vital que impulsaba la historia; aquella crítica permanente de lo que es, desde la perspectiva de lo que debería ser. La untopía sólo satisface a la mitad si acaso de la gente y en la mitad corporal inferior de nuestras necesidades, y transitamos por ella cual almas en pena por el reino de las sobras capitalistas, como aquel Branca Doria de Dante que vivía y comía en este mundo mientras su alma se cocía en el Cocito. Alicias paralíticas condenadas a vivir a este lado del espejo audiovisual; Jasones internautas de secano en nuestros virtuales Argos; Quijotes desencantados, sólo nos echamos a los caminos para, caballeros de tristes figuras sobre nuestros Bocinantes, arremeter contra el rebaño semoviente en la jungla de asfalto.

No era eso la Utopía. Más bien nos hallamos ante la contrautopía conservadora de la que hablaba Manheim y que pretende ser la toma de tierra final de la Idea hegeliana, tras siglos de planear por el espacio anterior de las ideas y después de estrellarse en el Cáucaso prometeico incumplido soviético. Una contrautopía inspirada en los valores bursátiles, más que en los humanos, y en el seudorrealismo pragmático del orden preestablecido, contrapuesto al idealismo utópico de los que creemos que porque las rosas (rojas para mí) huelen mejor que las berzas hacen forzosamente mejor caldo. Los teóricos panglosianos de la berza sostienen que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que hasta aquí hemos llegado, nos apeamos de la historia y nos quedamos para siempre en un estado de suspensión evitativa de cambios y compromisos revolucionarios aventurados, bajo la égida del imperio americano.

Cabe preguntarse si el ocaso actual de la utopía, además de una regresión del progreso social, no anuncia un ocaso del hombre en general, y si su ausencia no deja un vacío que la untopía no llena. Vacío que no puede durar, porque los agujeros negros de las ideas sociales atraen corrientes tendentes a rellenarlos con nuevos impulsos colectivos que vuelvan a hacer girar la rueda del progreso. Esa rueda de fuego de la imaginación utópica en la que, como Ixión en el Tártaro, estamos condenados a abrasarnos.

Las utopías del proletariado nacieron tras la traición de la Revolución Francesa por la burguesía y han muerto aparentemente tras la traición de la Revolución Soviética por la dictadura del funcionariado. Pero el fracaso del experimento no firma la partida de defunción, sino de disfunción si acaso, de la utopía igualitaria. Cuando los sueños de la razón social no hallan salida histórica o producen monstruos, la razón se hace utópica. Cuando en un mundo como el nuestro no ha lugar ni tiempo para soñar, es tiempo de volver a soñar con otro lugar, con otro mundo.

Fernando Castelló es presidente de la organización internacional Reporteros sin Fronteras.

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