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Políticos después de la política JORDI SÀNCHEZ

Me identifico con una amplia mayoría de la opinión pública según la cual una renovación más generosa entre los dirigentes políticos que ocupan posiciones de responsabilidad no sólo no haría ningún daño a nuestro sistema político, sino que muy probablemente se ahorrarían situaciones en nada beneficiosas para el buen funcionamiento de cualquier democracia. La rutina en el quehacer del cargo, la confusión entre los intereses personales del dirigente y su entorno con los intereses colectivos que se desprenden del mandato, y el riesgo de apego a la posición de poder son algunas de las situaciones nada deseables.Es verdad, sin embargo, que no hay formulada ninguna ley científica que determine cuál es el período óptimo de tiempo para ejercer una responsabilidad pública ni a partir de qué momento es mejor dejar paso a nuevas personas. Por otro lado, en una democracia tan mediática, hay que reconocer que consolidar un liderazgo político no es fácil, independientemente de si éste se produce en un ámbito local o en otro más general. Cuando el liderazgo está consolidado, es decir, que funciona entre los militantes de la formación y entre los simpatizantes-electores de la misma, nadie o muy pocos de los dirigentes deciden abandonar y dar paso a nuevos dirigentes. Incluso cuando la realidad no es tan favorable, las reticencias para proceder a la sustitución son enormes. No importa que a uno le acechen las dudas sobre la oportunidad de continuar en el cargo, no importa que uno se halle inmerso en un cansancio derivado de la actividad política, no importa tampoco que sea evidente una falta de entusiasmo para ocupar con aciertos una responsabilidad política relevante; lo usual es continuar, lo extraño es retirarse.

Guste o no la renovación política es, por regla general, el resultado de una crisis, ya sea esta interna de la organización o externa como consecuencia de unos malos resultados electorales u otros escenarios de pérdida de autoridad moral del dirigente sobre la población. Por eso, decisiones como las que recientemente ha tomado el alcalde de Rubí, Eduard Pallejà, de abandonar la alcaldía de esa población sin otros motivos que razones personales merecen un respeto y una cierta admiración. Es verdad que siempre hay quien argumentará que después de transcurridos tan solo nueve meses de las elecciones municipales (13 de junio de 1999) su renuncia es poco más que una estafa a la ciudadanía. En mi opinión, debemos considerar más estafa el hecho de mantenerse en el cargo cuando a uno le invade la sensación -por los motivos que sean (personales o políticos)- que ya no puede aportar lo que sus responsabilidades le requieren.

Algunos cargos públicos, probablemente muchos más de los que nos imaginamos, se sienten atrapados en una realidad compleja que les dificulta marchar a pesar de que tienen motivos y ciertos deseos de abandonar. ¿Porqué no lo hacen? ¿Por qué muchos se resisten a retirarse voluntariamente a pesar del cansancio que muestran?

Con toda seguridad hay muchos motivos que llevan a un político en ejercicio a no retirarse. Yo quiero llamar la atención sobre uno, quizá no el más importante para explicar esa poca disponibilidad de dejar paso a otros, pero sí relevante para entender algunas cosas que suceden en nuestro mundo político; la precariedad laboral ante la cual deben hacer frente una vez han abandonado el cargo público. No se trata de plantear un escenario de privilegio laboral para los ex políticos. En una sociedad donde cada vez más la precariedad y la incertidumbre sobre el futuro laboral se adueña de nosotros sería injustificable que la clase política tuviera un privilegio de esa naturaleza. Pero creo que tampoco tiene justificación que una persona que abandona un cargo público desde el cual ha servido a la comunidad no disponga de los mismos derechos que otro trabajador, por ejemplo en lo que se refiere al subsidio de paro.

Esa circunstancia, que, en mi opinión, no deja de ser una discriminación absurda contra la clase política, tiene además graves consecuencias que revierten negativamente contra el buen funcionamineto del sistema. Cuando un político es relevado de un cargo de elección sin que ésta sea una decisión tomada libremente, se abre ante él un cierto abismo de cómo recuperar -si es que la tuvo- su profesión anterior a la política y en definitiva cómo garantizarse un futuro profesional estable. Si en su gestión ha sido honrado, y la mayoría lo son, el político se va con lo puesto y ni tan solo va a disponer de un subsidio de paro que le permita con cierta tranquilidad buscar y encontrar un nuevo oficio. Es verdad que algunos cargos (consejeros, alcaldes de grandes municipios,...) son una muy buena carta de presentación para ejercer una nueva profesión. Pero lo mismo no ocurre en la mayoría de ocasiones en las que el ejercicio de cargo público no va acompañado ni de una posición política tan destacada ni de una proyección mediática tan potente. En estos casos a menudo la solución ante el abismo se resuelve a través del mismo entorno político que encuentra la manera de ocupar a esa persona en otro cargo, mayoritariamente de los denominados de confianza, en cualquiera de las instituciones en las que su partido tenga poder. Incluso, en ocasiones, no importa para qué función realizar ni si su perfil se adecua a las funciones que en esa posición se deban realizar.

Lo apremiante, y hasta cierto punto humanamente comprensible, es ofrecer la solidaridad del grupo (político) para con alguien que tanto ha dado y atraviesa un mal momento. Estas decisiones, lejos de solucionar nada, sobredimensionan los presupuestos públicos y posponen una decisión de reincorporación de la persona al mercado laboral que, con el paso del tiempo, deviene en general más dificil y más traumática. Si a esa situación añadimos que la remuneración media de la clase política no es probablemente ajustada a la retribución que en el mercado laboral reciben perfiles profesionales equivalentes, podemos concluir que existen algunos aspectos que permiten la actividad política objectivamente mejorables.

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