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El regreso a la cordura tiene un precio.

Como es habitual, tan pronto como Europa comienza a imitar, tardíamente, una práctica estadounidense, en este caso la locura por la inversión en Internet/telecomunicaciones y, en general, la nueva economía , Estados Unidos repudia esa práctica.Suceda lo que suceda en los próximos días, semanas o meses, la mayoría de los inversores de las bolsas estadounidenses, y, con seguridad, prácticamente todos los inversores institucionales, repudiarán la mentalidad de la nueva economía y sus muy especiales normas: 1) sólo cuentan los ingresos brutos y, en el caso en que éstos aumenten, el precio de las acciones debe subir, preferiblemente en una proporción superior; 2) las pérdidas netas son señal de una fuerte inversión: cuanto mayor sea la pérdida, mayor es la inversión en el crecimiento futuro. Por tanto, si las pérdidas aumentan, el precio de las acciones debería subir, no bajar; 3) los beneficios netos son irrelevantes en el mejor de los casos; en el peor de los casos, reflejan una vacilación a la hora de invertir. Por tanto, el aumento de los beneficios netos vaticina una disminución del crecimiento, y así las acciones deberían bajar, no subir.

Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal, y señor del universo para todo el planeta excepto para Wall Street, se ha molestado personalmente por la amplia aceptación que han tenido las nuevas normas entre adultos aparentemente cultos. Pero sus sermones contra la exuberancia irracional no han surtido efecto alguno; de hecho, el mercado ha subido cada vez que él decía que estaba ya demasiado alto. Y Greenspan no era el único. Aparte de la mayor parte de los economistas del ámbito académico, incluso algunos gestores de fondos de inversión estaban en el mismo campo... hasta que se enfrentaron a un despido inminente por quedarse muy por detrás de unos índices cada vez más elevados.

Pero, por supuesto, de nada servía criticar la inversión en la nueva economía mientras continuase el auge. Cuando hasta los pequeños inversores se están convirtiendo en multimillonarios, cuando los grandes jugadores están traspasando la barrera del billón de dólares, las palabras no pueden tambalear su fe en las nuevas normas. Al fin y al cabo, todo lo que tenían que hacer era ser escrupulosamente ortodoxos en la obediencia a la nueva religión: evitar cuidadosamente cualquier compañía establecida realmente rentable, porque entonces estaba condenada a un crecimiento lento, propio de la antigua economía.

Dado que había tanta gente sacando tanto dinero, al menos sobre el papel, no importaba en absoluto que un economista de tres al cuarto pudiese demostrar la falacia básica de la nueva economía en lo que a inversión respecta. No es que las nuevas normas sean equivocadas de por sí. De hecho, son perfectamente válidas, pero únicamente para empresas que no sólo son enormemente innovadoras, sino también capaces de conservar a largo plazo el monopolio de su innovación.

Xerox es un ejemplo clásico: introdujo una forma nueva y mucho mejor de copiar documentos, y sus patentes le concedieron un monopolio global y prolongado, garantizándole muchos años de enormes beneficios. Miles de empresas de Internet están también innovando, como hizo Xerox, mediante la oferta de nuevos servicios o de nuevos mercados al por menor. De ellas, unas cuantas docenas ofrecen innovaciones bastante importantes, aunque de una envergadura muy inferior a la de Xerox. Pero no hay ni siquiera una que tenga la más mínima perspectiva de mantener un monopolio a largo plazo. Como mucho, consiguen un reconocimiento de marca, como Amazon.com, un activo perecedero con el tiempo, porque cualquiera puede vender cualquier cosa a través de Internet con una pequeña inversión. Lo mismo sucede con las empresas de telecomunicaciones, por muy grandes que sean: ninguna tiene un monopolio sobre cualquier nueva tecnología de valor. En la actualidad, pequeñas compañías con diez empleados pueden vencer a los gigantes.

En otras palabras, las normas 1, 2 y 3 podrían funcionar muy bien prácticamente para cualquier empresa, pero sólo si fuese la única empresa de su sector. En ese caso, también podría convertirse en una Xerox, que enriqueció a sus inversores precisamente perdiendo dinero durante un sinfín de años. La "falacia de la construcción", como dicen los expertos en lógica, era aplicar a todos lo que sólo podía ser cierto para uno.

Siempre es de agradecer un regreso a la cordura, pero tiene un precio: si todo el arco de acciones estadounidenses ajusta su precio de mercado para reflejar los beneficios netos según los coeficientes habituales -como, más o menos, será- desaparecerán de la economía mundial al menos dos billones de dólares de liquidez, y probablemente más. Pero si, como suele ocurrir, las bolsas europeas siguen el ejemplo de Nueva York, desaparecerá todavía más liquidez.

Eso significa menos dinero en la mente (buena parte de ese dinero sólo tenía existencia electrónica), menos demanda individual y empresarial en la vida real, menos producción y menos empleo, como es inevitable, porque ha habido gran cantidad de inversión improductiva, a la que habrá que poner fin, en miles de oficinas con sus máquinas, en soporte lógico de Internet que ya nadie quiere, incluso en fábricas anticuadas que fabrican los icónicos productos informáticos de la época.

No puede haber otro crash como el de 1929, ni una depresión mundial, porque, a pesar del desdén de los monetaristas en el poder por las teorías de Keynes, no se puede borrar el descubrimiento de que la depresión se puede evitar mediante el gasto público. Pero Estados Unidos podría repetir al menos en parte la experiencia japonesa desde el desplome de su mercado de valores en 1990: demanda persistentemente baja, recesión pertinaz.

Justo cuando los estadounidenses se estaban acostumbrando a una prosperidad fácil y permanente, alimentada por el propio mercado de valores, se enfrentan a una vuelta a los ciclos normales de la economía capitalista. Y sin el sistema de seguridad social propio de cualquier otro país de economía avanzada.

Edward N. Luttwak es miembro directivo del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington.

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