Entre condes anda el juego
La anchurosa avenida de Moscatelar que desemboca en la plaza del Liceo parece a ciertas horas, todas las de la noche y bastantes del día, un paisaje deshumanizado por una de esas ingeniosas bombas de neutrones que sólo atacan a los seres vivos y dejan intacto el escenario.En esta hora cercana al mediodía, por ejemplo, los alumnos del liceo que da nombre a la plaza están encerrados en sus aulas y el quiosquero refugiado en su garita tras un blindaje de papel cuché. El quiosco de prensa es el único comercio a la vista en un radio de muchísimos metros.
No hay un alma a la vista, salvo que como el santo de Asís le atribuyamos una al chucho vagabundo que merodea a sus anchas y levanta su pata trasera en los pilares de los nuevos edificios y en los muros que circundan los nuevos chalés, adosados, pareados, aislados, vigilados las 24 horas del día por cámaras y alarmas conectadas con la policía, como advierte algún rótulo disuasorio en las puertas.
El can inaugura con su huella odorífera este territorio recién colonizado por los nuevos bloques que arrollan a su paso las casitas, casuchas, chamizos y cobertizos asilvestrados que formaron parte del pueblo de Canillas, anexionado por la capital en 1950, cuyos orígenes algunos cronistas sitúan en el sigloXII aunque los primeros documentos escritos son del sigloXVII cuando Su hechizada y doliente Majestad don CarlosII otorgó a don Baltasar Molinet el título de conde de Canillas y la posesión de estos terrenos. La casa solariega de Canillas fue, en primer lugar, núcleo de un coto de caza de perdiz y sus primeras edificaciones fueron las viviendas de los criados del conde y las dependencias de servicio.
En el sigloXVIII contaba Canillas con 24 vecinos y en el XIX con 20 casas y una iglesia. El municipio que perteneció a Alcalá de Henares durante mucho tiempo tenía también una iglesia que hoy se pierde en un caótico bosque de nueva urbanización y de poblados agonizantes.
Los grafitos que embadurnan las tapias de los chalés y los pequeños pasquines adosados a las farolas con ofertas de trabajo doméstico son otros tantos signos de la existencia de seres humanos en sus inmediaciones.
La plaza está dominada por las inslataciones pedagógicas y deportivas del nuevo Liceo Francés, prestigioso y elitista centro de enseñánza que dejó su enclave tradicional, en la céntrica calle de Marqués de la Ensenada, junto a la plaza de la Villa de París, para venir a colonizar estos solares, en la proximidad de lujosas urbanizaciones que aportarán, sin duda, materia prima y maleable a los educadores de la gálica institución.
El centro de la plaza lo ocupa una fuente presidida por una pirámide invertida de cristal y metal que clava su vértice superior en el centro y hace brotar el agua a su alrededor. Geométrica y aerodinámica construcción de una modernidad que sólo desmerecen las decrépitas casas residuales de la asilvestrada y caótica aglomeración urbana que se fue depositando con los movimientos migratorios del sigloXX en los confines de la ciudadela capital.
Desaparecieron y se vaciaron los arroyos que regaban las tierras de labor y los pequeños huertos de supervivencia en esta zona híbrida y marginal, tierra de nadie que pronto iba a emerger a los ojos de todos los tiburones inmobiliarios. Los aireados y saludables campos del norte de la villa y corte propiciaban la aparición de urbanizaciones residenciales, dejando las planicies del sur a los inmigrantes de a pie, a los polígonos y las ciudades dormitorio.
Muy cerca de la plaza quedan retazos del antiguo poblado, casas de una planta, ladrillo y uralita con sus corrales y patios atiborrados de trastos y tomados por las malas hierbas. Casas abandonadas, deshabitadas por la presión de las nuevas urbanizaciones.
En un descampado, que se enfrenta a los nuevos bloques, florecen tres almendros retorcidos y raquíticos que se engalanan en vísperas de su muerte anunciada entre matorrales y matojos grisáceos en los que se enredan envoltorios de tabaco, chicle y patatas fritas, latas aplastadas y botellas de plástico.
Un insulto visual para los residentes invisibles de la ciudad residencial y para los no menos invisibles clientes de un hotel de lujo de las proximidades que adorna sus fachadas con columnas y capiteles clásicos para ennoblecer a lo "posmoderno" la siempre humilde presencia del ladrillo visto.
Anónimos artistas de la rúbrica embadurnaron con sus apresurados garabatos los muros recién pintados. En un extremo del solar de los almendros, un maestro del género ha reciclado una flecha, que indica la dirección de un taller de automóviles, en obra de arte que no desmerecería en los salones de Arco que ha cerrado sus puertas hace unos días en el cercano Ifema del Parque de las Naciones.
El parque del Conde Orgaz se llama la urbanización de alto standing que clavó su proa en las tierras del conde de Canillas, conflictos feudales entre viejos y nuevos colonos de estas tierras de promisión. Iniciada en los años sesenta, la colonia del Conde de Orgaz fue trazada siguiendo los desniveles y perfiles del terreno sin someterlo a la clásica y desnaturalizada cuadrícula habitual en este tipo de colonias.
Los privilegiados colonizadores ocultaron muchas veces sus privilegiadas residencias entre setos y bosquetes, bajo la copa de frondosos árboles. Zona verde respetuosa con la altura y la natura, reserva natural y artificiosa, el coto del conde marcó una pauta ecológica que ha ido degradándose en sus secuelas, en las nuevas colonias que brotaron al socaire de su nombre y al reclamo de sus elevados precios por metro cuadrado. Antes de que brotaran cementos y ladrillos, cuando aún cantaban arroyos como el Calero y abundaban las orondas perdices hubo por estos cotarros una famosa dehesa llamada del Sotillo, famosa por su bosque de álamos negros.
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