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Retirarse a tiempo

El atasco político de Euskadi "radica en que ETA y quienes no pueden condenar la violencia no asumieron el resultado jurídico-institucional por el que la compleja y plural sociedad vasca optó hace 20 años". He aquí un diagnóstico con el que resulta imposible no estar de acuerdo. Procede de Joseba Arregi, diputado del PNV en el Parlamento de Euskadi. Arregi es vasco, nacionalista y parlamentario, todo lo cual no obsta para que plantee sus propuestas políticas partiendo de esta realidad incontrovertible: que la sociedad vasca es compleja y plural y que así viene expresándose desde hace décadas.Arregi no tendrá que convencer a sus correligionarios de esa realidad compleja que es Euskadi: todos parten de ella. Lo que diferencia su posición de la mantenida por la actual dirección del PNV es la estrategia a seguir una vez que se ha reconocido este hecho. Arregi defiende una forma de construir nación respetando la pluralidad y la complejidad; la dirección del PNV ha optado por una forma de construir nación que pretende constreñir esa pluralidad, reducirla hasta alcanzar el sueño de una Euskadi dotada de una sola y fuerte personalidad colectiva; una Euskadi que habría dejado de ser plural y compleja.

Éste es el sueño de dirigentes del PNV que en otros tiempos defendían posiciones similares a las que hoy sostiene Arregi. Xabier Arzalluz, por ejemplo, podría cotejar sus declaraciones de hoy con lo que decía hace 25 años para comprobar la enorme distancia que separa unas de otras. No se trata de que entonces no abrigara el objetivo de un Estado propio: no sería nacionalista si no buscara la correspondencia entre Estado y nación. Sino que, al igual que los socialistas de antaño percibían el socialismo como la meta que sólo se alcanzaría tras un perseverante esfuerzo de todos los días, un nacionalista como Arzalluz, sin renunciar al objetivo final, tenía suficiente respeto a la complejidad y a la diferencia como para no forzar la marcha si de esa presión resultaba violencia sobre los otros, ataques continuos a sus bienes, atentados contra sus personas.

¿Qué ha pasado con Arzalluz para que haya abandonado aquella estrategia? Pues quizá un proceso similar al que experimentó un dirigente del socialismo histórico, reformista moderado en su juventud, que no le hizo ascos a la colaboración con Primo de Rivera y que luego fue ministro de la República. Se llamaba Francisco Largo Caballero y nunca renunció a ver implantado el socialismo en vida, aunque, mientras esperaba, fue de lo más cauto que pueda despacharse en política: la experiencia le enseñaba que al socialismo sólo podía llegarse poquito a poco, respetando la legalidad, sin sembrar de cadáveres el camino.

Hasta que un día le entraron las prisas y decidió amenazar con una revolución. Para hacer creíble la amenaza se alió con los comunistas, hasta entonces sus peores enemigos. Cambió de lenguaje: la cautela y las buenas formas dejaron paso a la urgencia y a los malos modos; había que llegar al socialismo ya, avasallando todo lo que se interpusiera en el camino. Modificó su percepción de la realidad y dejó arrullar sus oídos por las canciones juveniles que anunciaban amaneceres radiantes. Todo era cuestión de voluntad; si todos se unían y golpeaban juntos, se iban a enterar los enemigos de clase.

Y así le fue al socialismo español y a la mismísima República: Largo Caballero acabó maldiciendo la hora en que se había dejado empujar por los jóvenes y volvió a ser el reformista que siempre había sido. Por desgracia, demasiado tarde. Y es que los años no siempre son fuente de sabiduría política. En ocasiones, los viejos líderes echan por la borda su pasado y se convierten en unos cascarrabias que serían patéticos si no fuera por el estropicio que pueden ocasionar. Es entonces la hora de prestar un último servicio a su partido y a su causa. Cuesta, desde luego, porque se trata de un servicio que a los mayores suele llenar el alma de pesares. Se llama retirarse a tiempo.

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