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Fútbol sin piedad

Santiago Segurola

Las rodillas siempre fueron un problema. Maradona podía asombrarnos con su tobillo destruido, con su escandalosa barriga, con el tabique de plata, pero Ronaldo necesitaba de unas ruedas perfectas para recordarnos que era un verdadero aspirante a la quinta corona. El heredero, en fin, de Pelé, Di Stéfano, Cruyff y Maradona. Ninguno de ellos necesitó tanto de la plenitud física como Ronaldo, el único de los cinco que no ha gobernado el campo. El gobierno de Ronaldo se ha establecido con el gol, no con el juego, no con el tejido del equipo. Otra cosa es que su relación con el gol haya sido ilimitada, ajena a las barreras que se imponen a cualquier delantero centro.Que se sepa, Ronaldo ha sido el único delantero centro capaz de generar una tangible sensación de peligro allá donde tuviera el balón. En el área, en sus proximidades, en las bandas, de espaldas a la portería, en su propio campo, existía la posibilidad de la proeza. Es decir, del gol. Goles tremendos que requerían de esfuerzos intensísimos, de unas piernas de velocista capaces de esquivar patadas, de ganar un metro, de girar violentamente, de dirigirle a la portería frente a cualquier obstáculo. Goles que exigían rodillas de acero. Pero esas rodillas siempre le han discutido el carácter homérico de sus goles.

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Esas rodillas estaban llamadas a quebrarse. Quiebra real y metafórica. Por un lado, lo decía su largo expediente de lesiones, algunas de ellas producto de su veloz transformación física. El niño que creció en la miseria del barrio de Bento Ribeiro, que ingresó en el Sao Cristovao con 14 años, que hizo correr la leyenda de sus goles por todo Río, fue traspasado al Cruzeiro por cinco millones de pesetas con 16 años. Le cambió el cuerpo y la vida. Se enfrentó a una exigencia brutal para un muchacho que se convirtió en el eje de un negocio grandioso. Sus dos agentes abandonaron su trabajo como oficinistas bancarios para poner en marcha una formidable maquinaria comercial. Con 17 años, Ronaldo fue fichado por el PSV Eindhoven, que pagó 700 millones de pesetas al Cruzeiro. Dos años después, el Barcelona desembolsó 2.700 millones. Con 20 años, le llegó el traspaso al Inter (4.000 millones).

Por aquellas fechas, Nike le contrató por un periodo de diez años, a razón de 300 millones de pesetas anuales. Alrededor de Ronaldo se estableció un séquito imponente de familiares, agentes, administradores, amigos de primera y última hora, rubias deseosas de notoriedad y un ejército de periodistas. Sobre las rodillas de Ronaldo se levantó un codicioso imperio mercantil que le exigía jugar 80 partidos al año y atentar contra su salud en nombre de la selección, de su equipo, de una marca, del imparable negocio que él alimentaba con sus goles sobrehumanos.

Le avisaron sus rodillas en el PSV, en el Barça y en el Inter. Le estalló el cuerpo en la víspera de la final del Mundial. A nadie le importó. Jugó maltrecho, muy enfermo, aquel desdichado partido contra Francia. Lo que no dijo el silencioso Ronaldo, lo proclamó su cuerpo. En esas rodillas de cristal, en un organismo en continúa rebelión, se encuentran las huellas del abuso que se ha cometido con Ronaldo. Las temibles señales de un fútbol sin piedad.

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