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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El conde Orssich JACINTO ANTÓN

Jacinto Antón

El conde Orssich tomó otra cucharada de sopa. Sus ojos, de un azul metálico, enmarcados entre unas cejas espesas y unos lagrimales perturbadoramente ensangrentados, parecieron avizorar un cielo lejano. Allí, jóvenes aviadores se daban caza como halcones componiendo una filigrana mortal de belleza bruta y valor emborronada por largas espirales de humo: derribos.Yo había ido a Madrid para hablar con ese hombre porque él, Orssich, había conocido personalmente al conde Almásy, el personaje real en el que se inspiró El paciente inglés, el piloto y explorador que recorre los desiertos y los cielos de los sueños.

Los recuerdos de Nándor Orssich volaban una y otra vez hacia sus viejos tiempos en las escuadrillas Puma y Ricsi. No llegó a los cinco derribos que acreditaban a un piloto húngaro como as, pero se quedó cerca: cuatro aeroplanos rusos Ilushyn Il-2 cayeron ante su avión: "Estaban muy blindados, si les disparabas desde atrás veías entrar tus balas en la carlinga sin que sucediese nada, lo mejor era atacar desde arriba y apuntar al depósito de lubricante, que al estallar manchaba todo el parabrisas y cegaba al piloto. Era una maniobra arriesgada". Fulgurante, la cuchara del conde volaba en el restaurante madrileño emulando el combate sobre los cielos del Este.

Mientras llegaba el segundo plato, Orssich se abismó en una serie de datos técnicos. "El Messerchmitt 109 era muy bueno, pero, aunque lo probé -también el Spitfire-, yo no volaba en combate con él. Lo hacía con el Reggiane Re 2000 Héja -halcón-, un aparato difícil que tenía un defecto letal: si dabas gas de manera brusca giraba sobre sí mismo". Para matarse. "Ajá, así murió István Horthy, el hijo del almirante Horthy, el regente de Hungría; yo fui el último que le vio, el 20 de agosto de 1942, al despegar, a las cinco y tres minutos de la tarde...".

Para romper el compungido silencio, le pregunté al conde qué sentía en esos días de combate. "Era deporte. La escuadrilla la componíamos un grupo de amigos, todos muy jóvenes. Competíamos en el número de derribos. Comíamos muy bien. Jugábamos al fútbol. Horthy recibía cada día el correo de Budapest y el Times". Deporte de riesgo. "En la mesa cada día había sitios vacíos. Vivíamos en una gran tensión. Siempre al bajar del avión, al saltar a tierra desde el ala, se te doblaban las piernas, y a veces temblabas incontroladamente, y no era de frío". Aporté que debía de ser miedo: nos movíamos en mi terreno. "Aquello era muy peligroso. A mí no me derribaron nunca, pero una vez contamos cuatro agujeros de bala en el fuselaje de mi caza tras atacar a una columna rusa que llevaba antiaéreos. En seis meses de guerra, de los 29 pilotos iniciales de la escuadrilla sólo quedábamos nueve vivos".

Pensé en cómo introducir el tema que me había llevado allí sin parecer descortés. "¿Qué tal volaba Almásy?", pregunté como de pasada. Orssich enfocó los ojos en mí como si me viera por primera vez. Pareció aterrizar. "Era un buen aviador, pero no de caza, más tranquilo. Era muy buen navegante; le gustaban los aviones lentos, el biplano De Havilland Gipsy Moth que usó para sus exploraciones en el desierto, o el Fiessler Storch...". Oiga, ¿y como persona? "Era un aventurero positivo, un pequeño Lawrence de Arabia, con algo de, ¿cómo se llamaba ese naturalista de ustedes?, Félix Rodríguez de la Fuente. No le gustaban en absoluto las mujeres". ¿Cómo se conocieron?, ¿volando? "Pues no exactamente. Él iba detrás de un buen amigo mío, aviador, el conde Tasilo Szecheny, que también era así, así. ¿Me entiende? Aunque, a diferencia de Almásy, acabó casándose; era de doble interés, como decimos en Hungría". Pues vaya con las águilas húngaras. "Las relaciones de Almásy con mi amigo no progresaron, pero lo vimos muchas veces. La primera en 1935, luego en el 37, el 38, siempre en Budapest. Almásy vivía detrás del hotel Gellert, en un piso de soltero. Venía mucho a un café de aviadores junto al Danubio, el Negresco. Nos hablaba de sus vuelos románticos, de África, de los beduinos, de sus aterrizajes forzosos en el desierto. Hablaba árabe e imitaba el rugido del león. Era un hombre delgado, alto, de nariz larga; algo flojo de movimientos, desmadejado, nada marcial. No era afectado, pero sí tímido. Le encantaba la vida social y era un invitado habitual de las grandes familias húngaras, aunque algunas madres criticaban por lo bajo lo poco práctico que resultaba presentarle a sus hijas".

"Yo no le vi en la guerra porque sirvió en África", continuó Orssich. "Siempre se dijo de él que era un agente secreto británico, agente doble". Pues podían haber avisado a los rusos antes de que le rompieran los dientes. "¿Sabe qué pienso? Que se puso al servicio de los alemanes para espiarlos. El aventurero que llevaba en la sangre le conducía a esas cosas. Estaba hecho para ser un espía". Orssich se inclinó hacia mí sobre la mesa. "Sabía muchas cosas que los otros querían saber". El restaurante pareció llenarse de oídos. Nazis, susurré. ¿Qué tal se llevaba con los nazis? "Mal, ellos eran contrarios a los aristócratas con castillos, igual que los comunistas". Me pareció que era un buen momento para mostrar mis cartas. Hurgué en mi maletín y extraje las fotos que había hecho en el castillo de Almásy, en Bernstein, Austria. Un centenar, incluidas una mía con su bata de seda. Se notaba que estaban hechas con cariño. Orssich las observó atentamente. Alabó su calidad. Le dije que si quería alguna se la regalaba. Me miró muy fijo. Negó con la cabeza. Adujo que no sabría dónde ponerlas. En fin, siempre pensé que la casa de un conde debía ser muy grande. "Después de la guerra le perdimos el rastro a Almásy", continuó, "entonces todo el mundo tenía suficiente con preocuparse de uno mismo; tiempos difíciles". Orssich escapó de los rusos a traves de Carintia con pasaporte panameño, en un jeep. Se fue con lo puesto -y eso que la familia tenía tres castillos-, pero prosperó. Hoy es embajador en España de la Orden de Malta. No parece muy nostálgico del Budapest de los años treinta. Claro, si te quitan los castillos... Se despidió y antes de irse le pidió dos botellas de agua al camarero, para el radiador del coche. Curiosa gente estos pilotos húngaros.

Cogí el puente aéreo. Todo el mundo parecía regresar de importantes asuntos. Lo mío, en cambio, era un mundo lejano y polvoriento de viejos aviadores y vidas barridas por el viento de la historia. Me sentí poca cosa. Por un momento mi empeño de memoria me pareció absurdo y hasta ridículo. Tanto conde húngaro, ¿para qué?, me dije. Pero al llegar a Barcelona, al pie de la escalerilla, mientras todo el pasaje desembarcado se aferraba a su móvil, aguardando el autobús hacia la terminal, levanté la cabeza y vi una bandada de patos. Desde una antena de la torre de control despegaron dos halcones para darles caza sobre el cielo púrpura. Sólo yo seguí su trazo. Y allí, en medio de la pista gris, siguiendo la mortal danza aérea con el corazón palpitante, volví a remontar el vuelo.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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