De Pío IX al perdón de la Iglesia.
¿Por qué los eclesiásticos de la Iglesia católica española que se dedican a la investigación histórica sobre la propia institución -y los hay rigurosos y documen-tados- no han reflexionado lo suficiente sobre el anticlericalismo en la España contemporánea? Han buceado en muy diferentes archivos haciendo sus interpretaciones sobre distintos aspectos en los que se ha envuelto la historia de la Iglesia y han contribuido a esclarecer muchas cuestiones de su propia historia o sobre otros temas: el padre Batllori es un paradigma significativo de un quehacer historiográfico. Pero no han abordado, en general, el tema del anticlericalismo en España que ha quedado marginado. En todo caso, se han limitado a lugares comunes o han obviado una realidad que desde dentro pudiera parecer espinosa.Sin embargo, en los últimos años numerosos historiadores universitarios han hecho del anticlericalismo materia de investigación (véase la revista Ayer, 'El anticlericalismo', editada por Rafael Cruz). Desde principios del siglo XIX hubo acontecimientos que marcaron la historia contemporánea española. Podríamos, incluso, citar el 17 de julio de 1834 como la fecha de inicio de la reacción popular contra el clero: en el motín de Madrid, como ha expuesto Manuel Santiso en Historia social, perdieron la vida alrededor de ochenta frailes apaleados por una multitud que los acusaba de haber provocado el cólera que se extendía por la capital del Reino envenenando las fuentes de abastecimiento de agua.
Liberales de todo signo, republicanos de cualquier tendencia, socialistas, anarquistas, anarcosincalistas, comunistas, han incurrido en el anticlericalismo como práctica política hasta la guerra civil de 1936. Las variables de este anticlericalismo han sido múltiples, pero fundamentalmente se han centrado en el comportamiento de la Iglesia católica en relación al control social que mantenía en la sociedad española. Libros como La Regenta o la representación de Electra de Pérez Galdós a principios del XX son dos testimonios de ese ambiente contra los modos de hacer de la Iglesia. No es un anticlericalismo que discuta el dogma, no entra en cuestiones de contenido religioso, salvo en algunas pocas publicaciones anarquistas (recuérdese el opúsculo de Sebastián Faure Las doce pruebas de la inexistencia de Dios, que tuvo cierta difusión en los medios obreros). Lo que se criticaba es la forma en que se produce el control ideológico, político y social en una sociedad atrasada intelectualmente y de qué forma sirve para ejercer una influencia significativa en la vida española al lado de los detentadores del poder político o económico. Algunos interpretan la raíz de esta actitud en la desamortización iniciada por Mendizábal que dejó a la Iglesia escuálida de bienes terrenales.
Desde los años sesenta, la Iglesia española ha ido perdiendo influencia. Un sector de la misma fue desvinculándose del franquismo, con una actitud de oposición al régimen. La jerarquía, a medida que se reclamaba un sistema de libertades, fue adaptándose con esa capacidad que tiene el Vaticano de sortear situaciones complejas buscando a los hombres propicios para conducirlas, como el cardenal Tarancón durante la transición.
Después de 21 años de Constitución, las circunstancias han cambiado: ha habido gobiernos de diversos signos y la Conferencia Episcopal ha ido modificando también su estrategia al albur de las coyunturas sociopolíticas. Claro que en el fondo permanece la idea de influencia social porque se parte del presupuesto, no explicitado, de que España es un país principalmente católico, sobre todo en aquellos territorios donde los nacionalismos son más influyentes -que yo sepa, hasta ahora, ningún eclesiástico ni obispo ha sido afectado por el terrorismo-, donde el avance del laicismo perjudica su influencia histórica.
Ahora está de moda pedir perdón por los "pecados" del pasado. Algunos eclesiásticos incluso manifiestan que se debería hacer por todo lo que supuso declarar "cruzada" a la guerra civil, cuestión que ha desechado el cardenal Rouco. Mientras tanto el Vaticano sigue beatificando a los asesinados en medio de una conflagración que indiscriminadamente eliminaba, en cada territorio, al que consideraban contrario.
Pero éste no es el tema clave. Siempre me ha parecido que investigar cuántos muertos hubo en cada bando tiene un interés relativo. Aunque fueran 10 a 1 ¿Qué más da? La cuestión del perdón me parece intrascendente: párrocos, sacristanes, monjas, fueron asesinados más por lo que significaban que por ellos mismos en una sociedad en la que estaban desatadas todas las pasiones. Igualmente ocurrió en territorio controlado por los franquistas: mataron a muchos republicanos moderados por el simple hecho de haber estado en el "otro lado". Todos pueden poner sus muertos sobre la mesa, recordarlos, santificarlos, homenajearlos y, en el peor de los casos, tirárselos unos contra otros en un ejercicio que resulta inútil. Afortunadamente, la sociedad española va distanciándose de estos comportamientos o cayendo en una indiferencia, irónica en muchos casos. Pero por lo que sí debería pedir perdón la Iglesia es por el nacional-catolicismo (1940-1960), cuando controlaba importantes parcelas del poder del Estado (censura de libros, de películas, del comportamiento moral de los españoles, de los certificados de buen cristiano para conseguir un puesto de trabajo, de la obligación de casarse por la Iglesia, de ir a misa obligatoriamente en los cuarteles, etcétera) algo parecido a lo que ocurría en Irán en tiempos de Jomeini.
En el fondo de todo sale a la superficie esa "tolerancia obligada" que el papa Pío IX tuvo que aceptar y que le obligó a adecuar las estructuras de la Iglesia católica ante la avalancha del liberalismo emergente con el que tuvo que pactar, como ha demostrado Francisco Sosa Wagner -curiosamente, catedrático de Derecho Administrativo- en su magnífico libro Pío IX. El último soberano (editorial Yalde). Precisamente los Gobiernos moderados, mediante el concordato de 1853, proporcionaron una restitución de lo que la Iglesia había considerado un expolio, con la retribución y compensación que permitía poder volver a disponer de posesiones. Lo mostró claramente la sátira de Blasco Ibáñez en su novela La araña negra.
Tolerancia es siempre un término equívoco, pues puede interpretarse como concesión ante la imposibilidad de imponer la "verdad absoluta", y no como el respeto a posiciones que no pueden convertirse en dogma, tal como la historia ha demostrado, entre otros casos, con la figura de Galileo. Prefiero el término de respeto mutuo y que cada cual decida por sí mismo.
Javier Paniagua es profesor de Historia del Pensamiento Político y de los Movimientos Sociales de la UNED.
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