Las verdades del 12-M
Dentro del proceso de digestión (analítica o política) de los relativamente sorprendentes resultados del 12-M, dos verdades parecen haberse instalado en las interpretaciones dominantes con la fuerza de lo apodíctico: una, la de que esos resultados corrigen de forma sustancial el equilibrio de fuerzas entre la izquierda y la derecha, y otra, la de que tal corrección es básicamente (o hasta de forma exclusiva) la consecuencia de una abstención que sólo castiga al voto de izquierdas. Se trata de afirmaciones de cierto calado no sólo en lo que contienen de descripción y análisis del resultado electoral, sino en lo que contienen de sugerencia de resultados futuros.¿Podemos avalar estas dos verdades? Como en sus ya remotos tiempos de portavoz del Gobierno habría dicho Javier Solana, "A la primera, sí; a la segunda, no". O, por lo menos, no del todo. En efecto, el grado de verdad empírica de esas dos afirmaciones es muy variable.
Comenzando por la primera, cuando se analizan resultados electorales en España en función de las familias ideológicas, y no sólo de los partidos o coaliciones individualmente considerados, hay que tener presente no sólo el eje izquierda/derecha, sino también el eje del nacionalismo. Si atendemos sólo a los partidos de implantación en toda España, con lo cual dejamos al margen el posicionamiento (a veces, confuso) en el eje izquierda/derecha de los partidos de ámbito subestatal, lo que vemos en la evolución de 1982 a hoy es que la cuota de mercado de la izquierda o el centro izquierda de ámbito estatal, que en 1982 agrega el 53,4% de los votos válidos, ha venido experimentando una contracción leve pero sostenida desde entonces hasta 1993 (48,3%). En 1996 se quiebra esa tendencia e incluso crece dos décimas, con el 48,5%, para caer abruptamente en 2000 hasta el nivel del 39,9%.
Entretanto, la cuota de mercado de la derecha o el centro derecha de ámbito estatal se contrae muy ligeramente desde el 36,9% de 1982 hasta el mínimo de 1989, el 35,0%, para ascender de nuevo al 36,3% en 1993, remontar al 39,0% en 1996 y dar el salto hasta el 45,2% en 2000. Partimos, por tanto, de una diferencia en espacio electoral de más de 16 puntos porcentuales a favor de la izquierda para desembocar en una ventaja de algo más de cinco puntos a favor de la derecha.
Por último, la fuerza conjunta de los partidos subestatales se sitúa ahora en el entorno del 15% habiendo partido de algo menos del 10% en 1982 y oscilando entre el 12% y el 15% en el resto de elecciones. Salvo el episodio de 1982, es el ingrediente más estable del sistema.
Hay, por tanto, una dimensión empírica incuestionable en la verdad que sostiene que estas elecciones alteran sustancialmente el equilibrio interbloques entre izquierda y derecha.
Ahora bien, como este mismo análisis pone de manifiesto, no se puede obtener tendencia alguna discernible sobre la relación existente entre fuerza relativa de cada bloque y nivel de participación electoral. La izquierda mantiene sustancialmente el rango de ventaja sobre la derecha obtenido en un episodio de alta participación (el de 1982) en las elecciones de baja participación que la siguen, las de 1986 y 1989. El incremento de la participación en 1993 y 1996 coexiste con una reducción (más marcada en el caso de 1996) de la ventaja de la izquierda, que, no obstante, mantiene una clara jerarquía agregada, incluso en las elecciones en que el Gobierno pasa a la derecha.
¿Qué ha pasado ahora? A reserva de lo que, en el plano de las conductas electorales declaradas, puedan arrojar las investigaciones postelectorales en curso, lo que ya podemos ver es la relación que existe entre la dinámica de la ecología de la abstención y la dinámica del voto a la izquierda y a la derecha.
Según este análisis, no existe relación sistemática entre el incremento de la abstención y el debilitamiento de la fuerza electoral de la izquierda o el fortalecimiento de la de la derecha. Así, por mencionar casos extremos, el PSOE experimenta los mayores retrocesos relativos donde menos crece la abstención (provincias gallegas) y mantiene mejor el tipo en provincias con amplio incremento de la abstención (Gupúzcoa, Sevilla). Tampoco es especialmente sistemático el patrón de relación entre el incremento relativo de la fuerza electoral del PP y el de la abstención. Algunas de las circunscripciones en las que es mayor el progreso relativo del PP (Vizcaya, Álava, Ourense) coinciden con las de menor incremento de la abstención, aunque también se dan provincias de alto crecimiento relativo del PP con incremento superior a la media de la abstención.
¿Qué implicaciones resultan de este análisis? Sin duda, son discutibles. Pero, en principio, estos datos abrirían una línea de interpretación que apunta a una condición más sólida de lo que, a primera vista, parece de la corrección del equilibrio interbloques, que sería algo menos dependiente de lo que se ha creído de la abstención de un importante contingente de votantes de izquierda y tendría más que ver con un debilitamiento de las barreras entre bloques, un contingente mayor de line crossing de electores entre la izquierda y la derecha y, en suma, una reconsideración del peso de las lealtades electorales en el comportamiento de los ciudadanos. Si este análisis, que debe completarse, sin duda, con datos de encuestas postelectorales y análisis ecológicos más minuciosos, va por el camino adecuado, lo que tenemos ante nuestros ojos es la confirmación de que el electorado español se está haciendo más volátil y menos viscoso, más instrumental y menos identitario, más racional y menos emocional.
Aunque el ciclo político electoral que se inaugura en 1982 se cierra en cierto sentido en 1993, cuando por primera vez hay distancia competitiva entre el PSOE y el PP, estas elecciones permiten darlo por enterrado (lo que, pese al cambio de Gobierno, no podía decirse tras las de 1996). El PSOE que se reinvente en los próximos meses actuará en el espacio electoral desde una posición distinta de la que lo que ha hecho en los 80 y buena parte de los 90. Se tendrá que ganar el voto ofreciendo cosas mejores, más interesantes o más atractivas que sus adversarios. No le bastará ser de los nuestros. En este sentido, algunos socialistas parecen seguir aquejados de cierta sordera electoral. El mejor ejemplo, el artículo de Jordi Sevilla en estas páginas, lleno de tino en sus reflexiones de futuro, se pierde al explicar la victoria del PP como el triunfo de un cuento de hadas o la consecuencia de la rebelión de los ricos, es decir, cuando piensa que sólo mediante el error (cognitivo o moral) de los votantes ha tenido lugar la derrota de quien, se sobreentiende, tiene el derecho natural a la victoria. A eso, justamente, es a lo que los votantes han dicho ahora que no.
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