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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una institución maltratada

En 1985, cuando, por rumores, se temía una sorpresiva reforma de conveniencia del sistema de elección del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), escribí en este periódico que la obviedad de que no cabe democracia sin Parlamento no puede desbordarse ilimitadamente en otra que sostuviera "cuanto más Parlamento, más democracia". Esto, decía allí, válido para un jacobino de 1789, no tendría el aval de un constitucionalista de finales del siglo XX. Porque la democracia no es sólo cuestión de aritmética y procedimientos, sino también de garantía jurídica de los derechos fundamentales frente a todos, la mayoría incluida.La llamada de atención estaba condenada al fracaso. Así, convergieron dos actitudes cargadas de instrumentalidad y coyunturalismo. La derecha política defendía su posición hegemónica en el statu quo judicial, consolidada mediante la ley de 1980, con su toque de fraude constitucional posibilitador de un primer Consejo de partido único. Mientras, la izquierda gobernante se dotaba de un medio de intervención rápida no para cambiar las cosas en la justicia, como sugería, sino sólo su posición en el contexto, que no es lo mismo. Controlar políticamente era, de nuevo, la cuestión.

El diseño de UCD había reducido en buena medida, en lo inmediato, la influencia transformadora del modelo por el burdo expediente de privilegiar la presencia jerárquica en la componente judicial del CGPJ. Pero era una reducción de alcance limitado, que frenaba sin anularla la eficacia renovadora del sistema; y, con todo, no implicaba la drástica ruptura del diseño constitucional, por tres razones. Mantenía el fermento desactivador de la carrera, implícito en el mecanismo democrático-representativo de elección de jueces por los jueces. Evitaba la introducción masiva en este ámbito de la degradante dinámica del clientelismo partitocrático. Y contribuía, mediante la participación de los gobernados, a legitimar la institución entre éstos. Algo importante, como lo acredita, en negativo, el endémico déficit de legitimación que padece el Consejo entre los jueces.

La magistratura española debía evolucionar, y en 1985 ya lo estaba haciendo. La transición tenía su tempo y, como para otras instituciones, para la judicial tampoco discurría en vano. Incluso para la Asociación Profesional de la Magistratura, cuyo cierre sobre sí misma no sería explicable sin la falta de tacto político de la mayoría socialista al tratar la cuestión judicial. (Recuerdo votaciones en temas significativos en los que el sector progresista, todavía integrado en la APM, obtuvo resultados del 30% de los sufragios). Y, ya entonces, era fácil prever los efectos que habría generado en el Consejo una reforma en sentido proporcional del sistema de elección de su componente judicial. Obviamente, no un vuelco en el sentido de la mayoría absoluta gobernante, pero sí el reforzamiento de una dinámica transformadora que, potenciada a su vez con medidas como la publicidad de los plenos; el deber de motivar las decisiones más relevantes (¡que vaya si sería factible!); la introducción por ley de determinados parámetros de valoración de la profesionalidad y otros factores tendencialmente objetivos en materia de nombramientos..., habrían producido una institución de perfil bien distinto.

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Tal era el sistema querido por los constituyentes y la Constitución, y también por el Tribunal Constitucional en su sintomática y elocuentísima sentencia. Por cierto, sistema mixto y no corporativo como con tanta demagogia como falta de rigor conceptual se viene repitiendo. Sobre todo cuando el nada sutil proceso de adjetivación no llega hasta calificar de corporativista-de-partido el modelo vigente, tan poco funcional a la garantía de la independencia. Garantía cuya necesidad se ha hecho bien clara, precisamente frente a cierto antijudicialismo visceral (expresivo de un oscuro corporativismo de clase política), plasmado a veces en acciones de tanta gravedad como la revuelta contra el tribunal sentenciador y la sentencia del caso Marey.

El Tribunal Constitucional vio en el sistema original de cuño italiano el riesgo de una transferencia del contraste de las posiciones ideológicas que concurren en la sociedad, al interior de la magistratura. (Un efecto por demás inevitable y hasta saludable). Mientras que en el sistema entonces apenas instaurado profetizó el peligro del desplazamiento de la perversión partitocrática al interior del CGPJ. Efecto que ha tenido un desarrollo a gran formato, letal para la institución, vampirizada mediante estrategias de partido de corte clientelar, cuya proyección más vistosa se concreta en las conocidas actitudes comisariales (también de jueces) que han jalonado profusamente la ejecutoria de la institución a lo largo de estos años.

La propuesta aceptada por el constituyente español de 1985, repárese, ha tenido en Italia, entre sus valedores más eficaces, a Sandro Pertini. Contó, en cambio, con la enemiga brutal de Cossiga; y hoy su mayor detractor es Silvio Berlusconi, que daría su alma al diablo a cambio de la instauración allí del modelo español.

La creación del Consejo como institución respondió en sus orígenes al propósito de evitar la reiteración de la demoledora experiencia de los jueces gobernados por el Ejecutivo, que con tanta facilidad -como pocas e individualizadas excepciones- se deslizaron con sus mandantes por la pendiente de la involución autoritaria, en las dramáticas experiencias de los fascismos; dando lo mismo que la vía fuera o no electoral. La razón del fenómeno está en que el paradigma cultural y organizativo imperante en materia judicial venía de estirpe napoleónica. Y llevaba de modo natural a hacer de la judicatura "una milicia", como dijo un ministro del ramo en la España de los cuarenta.

Pues bien, el nuevo diseño de gobierno de la magistratura despegó -sin duda, por algo- en una Asamblea Constituyente de fuerte tensión democrática en la Italia de 1947; plasmándose en el texto inaugural del constitucionalismo "emancipador", "normativo" y "de derechos", articulado en torno al eje de la democracia participativa y el pluralismo institucional. Y lo hizo contra el mandarinismo de los jueces, de ahí la composición mixta del Consiglio. Y también con miras a evitar los jueces heterodirigidos, e, incluso, los gobernados en el sentido político-administrativo del término; por eso, cierta asimetría porcentual en la presencia judicial dentro del órgano. Todo, en su conjunto, para instaurar en aquél una dinámica multipolar dirigida a prevenir las degradaciones clientelares y corporativistas, tanto de procedencia judicial como política. Para hacer imposible lo que aquí se ha hecho habitual: la sistemática fractura de la institución por una línea de partido.

El Consejo no nació para ser y actuar como el ministro de Justicia colegiado, sino para operar como órgano de garantía de la independencia judicial. Un órgano con esta función ni reclama ni precisa en su interior mayorías fuertes, menos aún funcionar como la anécdota judicial de la dinámica política general. Requiere, en cambio, una composición muy diversificada, en la que se dé el máximo espacio al juego de la representatividad y el pluralismo; con integrantes que gocen de la auctoritas que sólo confiere una trayectoria previa en clara sintonía con los principios constitucionales que deben brillar en las resoluciones de los jueces; en particular, la independencia. Porque las valores constitucionales más necesitados de tutela jurisdiccional de calidad son los que se concretan en posiciones con sujetos débiles; y, también porque -como bien sabemos- nunca la independencia judicial precisa ser tan asegurada como cuando se ejerce frente a actuaciones ilegales de sujetos de poder, sea formal o fáctico.

El sistema vigente desde 1985 fue hecho a medida para gobernar la justicia con mayoría absoluta. Por eso cabe dudar que ahora vaya a producirse el cambio legislativo de que tanto se habla. Y existe el riesgo de que, de darse, pudiera discurrir por la misma vía de la autoafirmación excluyente de entonces, en el caso de la mayoría política. Y por la del resarcimiento, en el de la mayoría asociativa judicial.

El agua turbia que desde 1985 ha pasado bajo el puente de la desafortunada institución -en perjuicio de la calidad de la prestación judicial, con indeseables efectos sobrepolitizadores inducidos, y con el resultado de hacer prácticamente imposible el debate cooperativo dentro de la magistratura- no será fácil de reciclar. A menos que todas las partes implicadas hicieran el esfuerzo necesario de lealtad constitucional en la materia que tanto se ha escatimado hasta la fecha. Algo tan deseable como harto improbable. Para qué vamos a engañarnos.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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