_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Sospechosa 'lusofonía'.

La reciente Feria del Libro de París abrió sus puertas con Portugal como invitado de honor, lo que me brinda una ocasión a mí, "portugués" extravagante, para algunas reflexiones. Yo no he estado presente en la feria más que a título platónico, vistos los numerosos anuncios que han aparecido en la prensa sobre mi eventual participación, que hubieran podido y debido ser desmentidos hace ya tiempo por los responsables del certamen, puesto que yo les reiteré mi negativa a tomar parte en cualquier acto en su debido momento.Pero ¿cómo es que a los portugueses se les ha ocurrido invitarme a esta Feria del Libro? La respuesta puede parecer evidente. Como es bien sabido, yo amo Portugal, he hablado mucho de él en algunos de mis libros, he traducido a Fernando Pessoa al italiano y le he consagrado numerosos ensayos, enseño desde hace mucho tiempo literatura portuguesa en la universidad y, quizá por encima de todo, he escrito una novela en portugués, Requiem, a la que me siento especialmente unido. Según la acepción corriente del término, se me podría definir en cierto modo como un lusófono. Y precisamente sobre este concepto de la lusofonía es sobre el que quisiera detenerme a reflexionar.

Se trata de un término que está en circulación desde hace ya varios años por obra de las autoridades institucionales de Portugal. Se funda en la idea de la lengua como patria o como bandera nacional, o, si se quiere, como coagulante de la idea de nación. Los lectores que recuerden a este propósito la rehabilitación de la idea de francofonía que tuvo lugar hace varios años (con muy escaso éxito, dicha sea la verdad) saben bien cómo un país que ha perdido su imperio o sus colonias puede constituir una fértil tierra de cultivo para una invención metahistórica de ese calibre, que supone una suerte de sucedáneo para el imaginario colectivo. Pero si la cultura francesa estaba lo suficientemente dotada de anticuerpos para mofarse de semejante operación, no ocurre lo mismo en el caso de Portugal, donde la idea de lusofonía cosecha, con la rara excepción de algunos intelectuales, un notable éxito.

No puede decirse en absoluto que sea una casualidad el hecho de que esta iniciativa partiera directamente del Ministerio de Asuntos Exteriores portugués, que confió su puesta en marcha al Instituto Camoens. Las inversiones económicas destinadas a asegurar la difusión del concepto de "lengua como patria" entre los países del mundo en los que se hablan las distintas variantes del portugués han sido considerables y claramente perceptibles.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Así, se ha podido asistir a la organización de congresos faraónicos, como el de Río de Janeiro (verano de 1999) o, más recientemente, el de Maputo, en Mozambique, que, por cierto, se saldó con un sonoro fracaso, si hemos de creer a la prensa. La intención política de la utilización de la lusofonía es tan flagrante que ni el pretendido carácter científico de las conferencias de decenas de portuguesistas y escritores invitados a tales reuniones ha podido ocultar su naturaleza.

Su evidente objetivo es, por encima de todo, el de oponerse a la anglofonía que se va extendiendo por dos zonas de fundamental importancia económica y estratégica en África, como son Angola y Mozambique, países que en 1975, en el momento de la caída del salazarismo y de la conquista de su independencia, declararon a la ONU el portugués como lengua oficial, pero fue, como es notorio, para no privilegiar ninguna de las lenguas habladas por las diversas etnias que habitan en sus inmensos territorios.

Resulta, pues, evidente que el portugués, en tanto que lengua oficial y hablada por la élite político-intelectual, es, por lo tanto, extremadamente frágil: nos tropezamos una vez más con el problema de la lengua del colonizador, expuesto en su momento de manera dramática y radical, en sus lecciones en Berkeley, por Amílcar Cabral, el intelectual que impulsó el movimiento de liberación del África portuguesa y que fue asesinado en circunstancias que aún siguen siendo misteriosas. Un problema político y lingüístico sobre el que los escritores africanos volvieron hace más o menos dos meses, a treinta años de distancia, en su reunión de Asmara. Por lo demás, los historiadores de la lengua más serios se han ocupado de este asunto con la debida atención; buena muestra de ello se encuentra en el hermoso ensayo de Pascale Casanova La République mondiale des lettres (Le Seuil, 1999).

Durante el congreso de Río de Janeiro, el principio de la lusofonía como lengua puesta al servicio de una idea política fue revelada, no sin cierta ingenuidad, por el escritor portugués José Saramago, que se pronunció con énfasis contra las formas actuales de neocolonialismo, en particular contra la de los Estados Unidos, por su voluntad de imponer su lengua a todo el planeta. Ello le valió las réplicas irónicas de algunos periódicos -EL PAÍS, Corriere della Sera- que le hicieron notar cómo él mismo parecía olvidarse, de hecho, de que la propia lengua portuguesa se había impuesto precisamente en aquellos territorios que habían sido colonias portuguesas, como Brasil, sin ir más lejos.

Otra de las afirmaciones de este mismo autor, "nuestra lengua es la más bella del mundo", acogida con grandes aplausos en la asamblea y recalcada con insistencia por la prensa portuguesa, puede parecer aún más ingenua, pero una frase así, en una época de feroz retorno en Europa de la xenofobia y del racismo, nos da tristemente que pensar. Por lo demás, todos sabemos perfectamente que si las lenguas europeas se han difundido por todo el planeta no ha sido gracias a delicados sonetos, sino a la punta de las espadas. Los lingüistas más atentos nos enseñan que "el papel central desempeñado por los lexicógrafos, gramáticos, filólogos y hombres de letras fue decisivo en la formación de los nacionalismos europeos del siglo XIX" (Benedict Anderson, L'imaginaire national. Réflexion sur l'origine et l'essor du nationalisme, La Découverte, 1996).

El tabú del colonialismo es, por otro lado, un tabú difícil de romper para los países que se han visto partícipes en él como protagonistas. Con todo, ha sabido inspirar algunas obras maestras de diversos escritores, como El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, Viaje al Congo, de André Gide, o las páginas africanas de Viaje al fin de la noche, de Celine. En Portugal, este tabú narrativo se ha revelado especialmente correoso. Son pocos quienes se han atrevido a enfrentarse con él, como João de Melo, Lidia Jorge y, sobre todo, António Lobo Antunes, prácticamente en toda su obra, pero en especial en su soberbia novela Cul de Judas.

Entre los intelectuales, el único pensador que ha demostrado, en mi opinión, una perfecta lucidez acerca de los peligros de una lengua interpretada como espíritu nacional y además como colonialismo que, después de haber sido expulsado por la puerta de la historia, regresa por la ventana de la lingüística ha sido, a día de hoy, Eduardo Lourenço, destacado exegeta de la obra de Pessoa y filósofo bien conocido entre los

lectores europeos por sus sutiles análisis del alma y del imaginario colectivo de su país. En su último libro, Imagem e miragem da Lusofonia (Ed. Gradiva, Lisboa, 1999), encauza su análisis partiendo de la utilización deformadora e instrumental que las instituciones oficiales de la lusofonía han hecho de una célebre frase de Fernando Pessoa, que ha quedado reducida a mero eslogan de un nacionalismo vulgar, y sobre ello quisiera detenerme brevemente.

"Mi patria es la lengua portuguesa", dijo Bernardo Soares en el Libro del desasosiego. Estamos a principios de siglo; Pessoa acaba de regresar de África del Sur, donde ha completado todos sus estudios en inglés y donde se ha criado rodeado por la cultura y la literatura inglesas. Para una persona en plena búsqueda como él, a la conquista de su identidad cultural, una frase de ese estilo resulta perfectamente plausible. Pero el pequeño empleado Soares ensaya la lengua íntima de su diario como una suerte de nicho donde halla consuelo para su soledad y su desarraigo. Por lo demás, esta patria no pretende ser más que la geografía interior de un personaje cuyo territorio es deliberadamente modesto y que aspira a aprender la lengua de sus sueños, el uzbeco de Samarcanda. Fuera de contexto, y empleada hoy como si fuera una marca de pasta de dientes a la conquista del mercado, esta frase adquiere un sesgo innoble.

El razonamiento de Eduardo Lourenço se dirige sobre todo contra la dimensión mitificadora de una lengua empleada como "espacio de la portuguesidad", que no es, en resumidas cuentas, más que el espacio en el que todos los nacionalistas, a partir de Herder, han pretendido hallar la esencia espiritual de cada pueblo. Durante el salazarismo, la política portuguesa de autarquía adoptó, entre otras, la forma de una defensa de la pretendida pureza de la lengua, con una inevitable hostilidad hacia todo aquello que fuera extranjero, con inclusión de las lenguas.

Pero el análisis de Lourenço toca, aunque sea de modo marginal, el aspecto político de la cuestión cuando se refiere a "la reciente arquitectura de la comunidad de pueblos de lengua portuguesa", una especie de tratado aparte que el Gobierno portugués ha ido concertando en los últimos años con determinados países africanos o de otros continentes. Un tratado que, a buen seguro, no sigue ya la línea de la política de integración europea encabezada por los ancianos responsables socialistas como Mario Soares, sino que marca, por el contrario, el regreso a los territorios que en el pasado pertenecieron a Portugal.

Si Lourenço, con leve desprecio, declara que este organismo del Estado le parece "ineficaz, probablemente por razones de incompetencia", los observadores políticos portugueses no se muestran todos igual de optimistas. Los historiadores que se niegan a participar en las quermeses de la lusofonía, o un escritor angoleño como Pepetela, no han dejado de lanzar gritos de alarma. El pasado mes de diciembre, un politólogo de renombre, Miguel Sousa Tavares, escribió en O Publico un violento artículo para denunciar las responsabilidades de un Gobierno que recibe en Portugal al anciano presidente guineano Nino Viera, responsable de tantas masacres, y que apoya al marxista Eduardo dos Santos, uno de los dos señores de la guerra que han reducido a Angola a un montón de escombros, en aras de su enriquecimiento mediante las armas (el otro es el liberal Jonas Savimbi).

Si mi amistad por Portugal puede haber sido causa de malentendidos, creo que ha llegado el momento de clarificar mi posición, dado que nuestra sociedad mediática se caracteriza por una irresistible vocación de banalizar ciertos problemas, al objeto de facilitar determinadas operaciones de promoción turística o literaria. La adopción de una lengua ajena, la heteroglosia, nada tiene que ver con el estado civil. Alimentar una confusión semejante resulta deplorable. Como nos enseñan los numerosos escritores del siglo XX que optaron por expresarse en una lengua que no era su idioma materno, la pertenencia a una patria lingüística es una obligación, mientras que la adopción de otro idioma significa elección, libertad, vagabundeo, aventura. Visitar una dimensión desconocida a través del instrumento de una lengua es una de las experiencias más enigmáticas y emotivas que pueden ofrecerse a un escritor. Por lo demás, es en el "espacio de la lengua" donde un escritor busca sencillamente su palabra, la que siempre estará ligada a una forma de viaje que se asemeja al exilio.

Si determinados representantes de la cultura oficial portuguesa piensan hoy que la lengua portuguesa es una patria, yo prefiero adherirme, por mi parte, a una frase de Bernard-Marie Koltès extraída de una de sus piezas: "Realmente, no soy del todo de aquí". De hecho, yo estoy en París, he escrito el presente texto en francés. Y no por eso pertenezco a la francofonía.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_