El cine
Confieso mi adicción sincera a los seriales de polis y gángsters americanos, con sus sobrios capitanes, normalmente tan negros como los/las jueces, sus agraciadas ayudantes del fiscal del distrito, y aquellos agentes, abnegados guardianes de la ley, deseosos del retiro para irse a pescar. Pero sin negar ningún mérito a la intriga, ni muchísimo menos, lo que me seduce de tales películas es el doblaje. Puesto que el ambiente no es cartujo, en ellos se habla mucho de dinero, de la pasta quiero decir, cuya unidad cómputo es el pavo. Me parece recordar -agradecería ayuda, porque tengo ya contaminada la parla- que, en mi juventud, la jerga marginal llamaba pavo al duro; no hay otra palabra para designar el dólar en esos entretenimientos. El meollo de tales filmecillos -y sus parientes mayores- suelen consistir en muertos, carreras pedestres o montadas por autopistas, callejones y tejados, a propósito de la mercancía (= droga), y que si pavos arriba, que si pavos abajo. Aún no picotean, sin embargo, la escritura: los veo sólo por alguna comedia o novela española de veinte años acá, con yankis y dólares para colorear el estilo de barras y estrellas. El pavo viene a ser como la pela hispana, aunque mayor: equivale más bien a una peluca; pero, en punto a vulgaridad, así se andan.La televisión, por rebufo del cine, ha creado ese lenguaje que vamos aprendiendo entre tanda y tanda de anuncios y partidos. Y más, ahora que han pasado las elecciones. Aparte la mercancía y los pavos, entra en el núcleo duro de ese dialecto llamar grande al billete de mil dólares; pero no de cualquier manera: ha de ser diciendo "tantos o cuantos de los grandes". Y ello, a pesar de que, me parece, el papel moneda norteamericano es todo de igual tamaño. Sólo por un acomplejado concepto de nuestras pelas no llamamos grandes a las modestas pero adorables estampitas azules.
También la "police" tiene sus modismos que nuestras series imitan muy bien. Por ejemplo, llamar señor al que manda, aunque sea de grado mínimo: "¿Da su permiso, señor?", dice el agente pidiéndoselo a un sargento. Y no digamos si es a un comisario. Pero tengo la impresión de que no cuaja por aquí este préstamo de las Fuerzas Armadas y Cuerpos de Seguridad de los Estados Unidos de América: de adoptarlo, seríamos más apreciados en el marco de la OTAN. También sería imitable -y ya se imita en la tele indígena- el alusivo modo que tienen los custodios del orden para referirse a sus superiores, a ese incorpóreo espectro que ordena traslados, regresos al uniforme, ceses y demás: lo hacen llamándolos, sin ánimo de coña, los de arriba, y aceptando topográficamente su situación subordinada. Pero sería más conforme con el genio de nuestra lengua, que, al doblar al castellano tal referencia, se precisara más diciendo algo así como "los cabrones de arriba".
Otra bellísima costumbre de quienes luchan contra el crimen en aquel país -y, en esto, nada se diferencian de otros grupos sociales, incluidos los criminales-, es la de solemnizar cualquier evento feliz reuniéndose de esmoquin y esposas de traje largo en actos sociales ad hoc. Intercambian sonrisas y saludos, y como tal vez han compartido en el pasado cosas sumamente memorables, un "picnic" por ejemplo, lo evocan llamando los buenos tiempos a aquel entonces. Es expresión dialectal del mundo de la imagen: estoy seguro de que ningún compañero de mili en Canfrac, años cuarenta, chusco y hielo, me ha dicho nunca: "¿Recuerdas cómo lo pasábamos de mal en los buenos tiempos?".
Pues bien, satisfechos los recuerdos, llega inevitable el momento del discurso: alguien tiene que decir dos palabras al común. Y ¿cómo empieza?; ¿con qué vocativo requiere la atención de sus oyentes? Invariablemente, llamándolos: Damas y caballeros. Hago memoria y tampoco me acuerdo de haber oído, fuera de las pantallas, otra cosa que Señores y señoras (que muchos, fieles al orden ortográfico, truecan en Señoras y señores). Percibo, sin embargo, un no sé qué de mayor distinción o, por decirlo sencillamente, una "touche" de elegancia, en lo de damas y caballeros que falta a nuestra salutación ritual; se diría que aún no se ha inventado el cine, según es nuestra rudeza. Sin embargo, hay signos de civilidad en la Legión, donde, a las valerosas mujeres ahora enroladas se las llama damas legionarias, haciendo juego con los caballeros del Tercio.
Viendo cine -sólo veo el comprimido en casa-, me cercioro de cuán educativo es y de cuánta urbanidad puede enseñarnos. Ya hace años apologicé lo estimulante que ha de resultar para un abaleado a punto de espicharla que alguien se acerque a él susurrándole: "¿Te encuentras bien?" (mejor: "¿Te encuentras bien, cariño?"), frente a nuestro seco y depresivo "¿Te encuentras mal?", "¿Te duele mucho?", y cosas igual de imprudentes. Pues aún hay algo mejor, alejado de nuestro laconismo, que puede oírse hasta en las comisarías policiales (no digamos en los grandes almacenes y oficinas públicas) cuando uno se aproxima con intención pacífica. Compárese el austero "¿Qué desea?" de dependientes, oficinistas, ordenanzas y demás gente hispana, con el gentil "¿Puedo hacer algo por usted?" de filmes y filmetes. ¿No contribuye esta diferencia a situarnos en un escalón zoológico más bajo? Sin duda, algo tienen contra nosotros los laboratorios de doblaje.
En la misma línea de primor entra lo de llamar villanos a los malos y, con elogiable sobriedad, bastardos a quienes aquí aludimos desplegando el concepto en tres palabras. Porque, en efecto, es muy grande la aportación que al idioma puede hacerse desde el arte cinematográfico. Deteniendo un momento el zapeo, veo, por ejemplo, un trozo de un serial nuestro donde un periodista dice que tiene que escribir un artículo sobre un suceso. Así llaman a sus escritos informativos los periodistas norteamericanos cuando se les traduce a mocosuena; en una redacción española nunca llamarán artículo a una noticia: de igual modo que un recluta, menos un teniente, jamás se dirigirá a su comandante tratándolo de señor.
Pero no todos estos adelantos proceden de imitadores y dobladores: la periferia también contribuye a mejorarnos. Mi amigo y paisano, el gran director José Luis Borau, con garantía sólo carente de fe notarial, me cuenta cómo una reportera de televisión explicó que ella misma había locutado un documental sobre la reina de Inglaterra. ¿Pudo ofrecer una radiografía más castellana y cautivadora de su mente?
Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española.
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