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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Conversaciones en la catedral ISABEL OLESTI

Nunca me habría fijado en el mobiliario urbano de no ser porque a menudo me toca pasear a un bebé. Esta actividad supone hacer parada -y a veces fonda- en algún banco de cualquier plaza pública. Pero si, como yo, la ciudad donde habitamos es Barcelona, y encima el barrio se llama Ciutat Vella, la cosa se complica, porque los bancos están desapareciendo. De la noche a la mañana una se encuentra con la brigada municipal sacando de cuajo, cual hierba mala, aquel banco donde el día antes disfrutamos del sol y una fugaz conversación con el eventual compañero de al lado: indigentes, turistas, jubilados, los que pasean perros, niños o los que se pasean a sí mismos. Aunque parezca que vivamos en una sociedad individualista, la relación que se llega a mantener en media hora de compartir un banco es increíblemente estrecha. Desde la confesión de intimidades de alcoba, pasando por las creencias religiosas, hasta desembocar en el recuento de hijos desperdigados por el mundo. La perplejidad va desapareciendo poco a poco a medida que nos hacemos asiduos al banco y aprendemos -básicamente- a escuchar. Por eso tengo la sensación de haberme quedado medio huérfana ahora que mis bancos se van al traste en un abrir y cerrar de ojos. Supongo que, animados por el desenfreno de echar al suelo medio barrio de El Raval, el Ayuntamiento aprovecha la coyuntura y derriba los bancos del barrio de la Mercè.Me di cuenta de ello hace unos meses, en la plaza Duc de Medinaceli -creo que Almodóvar llegó a tiempo de filmarla aún llena de gente. Lo primero que hizo el Ayuntamiento para vaciarla fue plantar palmitos bajo las palmeras para ahuyentar a cuatro vagabundos que se habían montado el chiringuito de dormir. Días más tarde arrancaron los bancos y la plaza quedó definitivamente desierta: de vagabundos y de todos. Este verano le tocó el turno a la plaza Reial, pero allí plantaron una especie de sillas individuales que ni siquiera tienen el detalle de estar encaradas, sino todo lo contrario, con lo que si van más de dos no tienen más remedio que sentarse uno encima del otro.

Hace unos días tuve el privilegio -no sé por qué será que siempre les pillo en flagrante- de asistir a la muerte de los bancos de la plaza de la Mercè. Aquello fue una hecatombe. Los estudiantes de la Escuela Elisava miraban a la brigada estupefactos. "¿Dónde narices vamos a comer el bocata entre clase y clase?". Las viejecitas del barrio no entendían nada y el indigente de turno se echaba a reír. Total: la plaza parece un cementerio. Los niños han desaparecido, los jubilados rondan cinco minutos y se van no se sabe dónde, los de la Escuela Elisava se apiñan en la acera con el consiguiente jaleo. El único que se ha montado la vida es un vagabundo que ha improvisado la parada en el rellano de los Juzgados. Si pasan ustedes a media tarde lo verán sentado en el suelo felizmente, con su gorro negro y su larga barba blanca, esperando tiempos mejores. O sencillamente viendo pasar la vida.

Sin desalentarme una pizca decidí buscar yo también otros parajes más propicios para el reposo. Los encontré en la plaza de la Catedral. Allí, de momento, no se han atrevido a arrancar el inmenso banco de piedra que va de punta a punta de la explanada. En él comparten asientos los turistas -especialmente jóvenes en viaje de estudios- y los sufridos jubilados que toman el sol al mediodía. Allí estoy yo, fisgando en sus conversaciones, con el decorado de la catedral al fondo y uno de esos hombres estatua que se ha instalado en las escaleras vestido de gladiador dorado. En este bando me han hablado de las curaciones milagrosas de san Blas, de las aventuras y desventuras de hijos desagradecidos y maridos que se fueron a comprar tabaco y nunca volvieron. He escuchado a una mujer vestida con su batín rosa y que siempre hace crucigramas amenazar de muerte a unas niñas que fumaban. He soportado la paliza de otra señora que va de monja redentora y tiene montada una campaña para que en las discotecas sirvan café con leche y zumos en vez de alcohol. Y, en fin, en la catedral se oye de todo. Espero que el banco aguante firme muchos años: yo seguiré amarrada a él.

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