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La mayoría y la totalidad

José María Ridao

A la vista de algunas actitudes y comentarios tras el resultado electoral del 12 de marzo, no puede sino venir a la memoria la frase con que Stefan Zweig explicaba el origen de muchos de los problemas que le tocó vivir: para el autor vienés, el derrotero más pernicioso que puede emprender un país es el de "querer que la mayoría se convierta en totalidad". Así, tanto conservadores como no pocos socialistas, a coro con diversos comentaristas y portavoces, parecen pronunciarse en estos días desde el implícito convencimiento de que la última convocatoria a las urnas, más que dirimir el equipo y el proyecto que prefieren los españoles para el próximo periodo, ha zanjado la veracidad -cuando no la legitimidad- de las discrepancias con la actuación del Gobierno durante la última legislatura. Para los conservadores, la nueva mayoría parece interpretarse en el sentido de que todo, absolutamente todo, cuanto han hecho en estos cuatro años debe darse por bueno, y de ahí, quizá, esa sorprendente premura en solicitar que se pase página otra vez, como si se pretendiese invitar al olvido de que el pasado del Gobierno del Partido Popular con mayoría absoluta no es otro que el Gobierno del Partido Popular, sólo que con mayoría relativa.Por otra parte, la victoria de los conservadores ha sido también interpretada como prueba de que los españoles han dejado de ser de izquierdas y de que votan, por tanto, en función de sus intereses inmediatos y concretos. Lo descorazonador de este análisis no es la poca luz que arroja sobre el presente, sino el error desde el que obliga a interpretar el pasado. ¿De verdad puede creerse, siguiendo esta lógica, que la arrolladora victoria socialista del 82 fue debida a que los españoles dejaron de ser de centro, puesto que ésta fue la opción que había vencido tan sólo tres años antes? Aunque fieles a una de nuestras más abominables tradiciones colectivas, como es la del menosprecio del rigor en la memoria, lo hayamos olvidado, conviene recordar que los españoles de 1982 también votaron de acuerdo con sus intereses inmediatos y concretos. Lo mismo que los de 1976, 1977 y 1979.

Unos intereses que, de no haberse atendido y satisfecho en su momento, impedirían hablar hoy de cualquier modernidad, porque se concretaban en la defensa de la democracia frente a las intentonas golpistas; o en el deseo de ver a España plenamente integrada en su contexto internacional; o en la adopción de reformas económicas que, por un lado, liquidaran las pesadas secuelas de la crisis del 73 -imprudentemente gestionada por los últimos gobiernos del franquismo-, y por otro, preparasen a nuestro país para absorber una de las mayores revoluciones sociológicas y laborales vividas en este siglo. Recordémoslo, ahora que tan difícíl se ha vuelto recordar: en pocos años, la economía española se vio forzada a incorporar -y lo ha ido haciendo con éxito desde el inicio de la transición- a un millón de emigrantes que regresaron de Europa, a los trabajadores procedentes del éxodo rural y de las empresas reconvertidas y a una población femenina que, mantenida en una aberrante minoría de edad legal hasta 1976, se incorporó masivamente al trabajo. En este último sentido, escuchar a algunos campeones actuales de la creación de empleo menospreciando lo hecho por los españoles de entonces constituye la mejor prueba de que el impúdico autobombo y la mirada épica sobre uno mismo -ese creer que se está haciendo historia hasta en los menores gestos- es antes que nada una manifestación de ignorancia, grave si es deliberada y peor aún si es verdadera.

La mayoría no es totalidad, y por eso no existe ninguna razón para que quienes discrepan de las políticas que los conservadores llevaron a cabo en la legislatura anterior, o de las que prometen realizar en la que ahora comienza, se sientan desautorizados. Antes al contrario, la salud de nuestra democracia exige que su voz sea nítida y decidida, de modo que los ciudadanos, todos los ciudadanos, no pierdan de vista que siempre existe la posibilidad de una gestión diferente y de un futuro distinto al que ofrece el Gobierno de turno; no mejor ni peor, como pretenden hacer creer los dogmáticos de todas las trincheras, sino tan sólo atento a otros intereses y a otras expectativas. Y esta necesidad de la opción siempre abierta está tan ligada a la salud de la democracia que discrepar con honestidad intelectual y política en situación de minoría, cuando ningún beneficio personal puede reportar, no es un motivo para la vergüenza o el desánimo, sino para el orgullo. Y debería ser, además, algo que no ha sido hasta ahora para los conservadores ni para su líder: un motivo de respeto.

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Otra cuestión diferente es que, pese a la indisimulada perseverancia de los conservadores en aniquilar las alternativas políticas -recurriendo, incluso, a métodos que producen sonrojo, como ofrecer propinas retributivas a pensionistas y funcionarios en vísperas de las elecciones-, el fracaso del partido socialista debe ser asumido, no sólo por la ejecutiva que ha tenido que salir tras el gesto irreprochable de Joaquín Almunia, sino también por toda una generación de dirigentes. Los motivos se han reiterado durante estos días, siempre vinculados a la idea de la renovación. Pero entre todos esos motivos hay uno que no afecta únicamente a los socialistas, sino al futuro del país en su conjunto, y que no se ha escuchado lo bastante. Así, lo que muchos electores no han percibido a lo largo de esta legislatura es que los socialistas desautorizasen con rotundidad los métodos utilizados desde el poder durante estos cuatro años, sino que parecían entrar en competencia con ellos. O más aún, que se inclinaban peligrosamente hacia el estilo de oposición con el que los conservadores -hoy convertidos en establishment bien pensante y dispuesto a escandalizarse al oír una infinitésima parte de lo que ellos dijeron- han envenenado la vida política desde 1993.

Por costoso que resulte admitirlo, el error de no haberse distanciado sin ambigüedades de esos modos políticos -que prefieren jalear los casos de corrupción antes que denunciar el oportunismo y la mediocridad de las políticas conservadoras, ahora ilusoriamente convalidadas por un contexto internacional favorable- es lo que cuestiona a la actual generación de dirigentes socialistas para seguir al frente del partido. Ese error, entre otros, les ha hecho perder las elecciones. Pero ese error, y sobre todo ese error, ha comprometido sus posibilidades de enfrentarse eficazmente a los conservadores, cuyo éxito definitivo consistiría en provocar una amnesia general sobre lo que existió antes de ellos y sobre lo que hicieron cuando se sentían inseguros en el poder. Es decir, en pasar otra vez la página.

La mayoría obtenida por los conservadores el 12 de marzo les permitirá gobernar con un margen muy amplio. No tan amplio, sin embargo, como para monopolizar la responsabilidad por la modernización del país -compartida por los gobiernos de Adolfo Suárez, Calvo Sotelo y Felipe González-, ni para sostener que todo futuro que no sea el que ellos proponen sea un futuro de paro, corrupción y despilfarro. Un futuro, en fin, en que ellos no encarnen simplemente la mayoría, sino la totalidad.

José María Ridao es diplomático.

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