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El día en que no logré ser 'Che' Guevara

A veces, cuando los días se ponen húmedos y hace mucho frío, suele visitarme un leve dolor lejano en las pantorrillas, el atisbo de una dolencia que me devuelve a ese día, hace casi treinta años atrás, cuando alguien me disparó en Santiago de Chile. Un hombre cuyo nombre nunca conocí y cuya cara nunca llegué a ver me llenó las piernas de perdigones y me dejó sangrando en esa calle junto al río Mapocho, inerme ante una ciudad repentinamente hostil, donde tenía que encontrar pronto un doctor amigo que pudiera extraerme aquellas pequeñas balas sin informar a la policía.Aunque parezca extraño, yo había anticipado en mi imaginación la escena de violencia que iba a vivir. Había estado escribiendo yo en esa época -debe haber sido agosto de 1970- un capítulo de un libro que se denominaba -juro que es cierto- Diez variaciones sobre el tema de los tres chanchitos.

De niño, en Nueva York, durante los años cuarenta y cincuenta, yo me había criado bajo el alero de los cuentos que Disney prodigaba a jóvenes y adultos y uno de mis favoritos era el dibujo animado en que se volvía a narrar la historia de cómo Practical Pig -es decir, un cerdo que portaba el inverosímil apodo de Práctico- había logrado construir, a diferencia de sus hermanos holgazanes, una casa de ladrillos que pudiese resistir los soplos y resoplidos del Big Bad Wolf, el Lobo Feroz. Ahora, adulto, y ya un habitante del díscolo sur de América, me había impuesto la grata tarea de subvertir la versión blandengue de Disney, explorando los recónditos significados políticos, sexuales y hasta ecológicos que se escondían muy adentro del relato original. En una de las variaciones, convertí al lobo en un rebelde con causa, un héroe dispuesto a derribar los pilares de una sociedad burguesa, un tránsfuga herido a bala que huía en busca de refugio, buscando amparo en un hogar y luego en otro para finalmente ser asesinado por un animal hermano en la última casa de todas. Detrás de esta imagen estaba mi fascinación -como tantos de mi generación- con la figura romántica del Che Guevara, ultimado en 1967 cuando intentaba sublevar al campesinado boliviano en una aventura delirante. El villano de mi narración era, por cierto, el mismísimo Practical Pig, al que le había conservado el nombre en inglés, para enfatizar su avaricia capitalista, su filiación con la CIA, su deseo de matar a toda costa al lobo guerrillero.

En mi existencia, como en la de tantos escritores, la ficción tiene una capacidad aterradoramente profética de hacerse realidad. Justo en el momento en que estaba corrigiendo mi variación número no sé cuántos de los tres chanchitos, la música de la radio se vio interrumpida por un flash noticioso. La violencia de mi mundo imaginario fue detenida y replicada por la violencia de la historia cotidiana chilena: en las calles de Puente Alto, un pueblo que queda en las afueras del Gran Santiago, dos estudiantes de la escuela secundaria habían sido asesinados por la policía.

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Salté de mi silla, seguro de que no era el momento para adjudicar adjetivos ni pulir concordancias verbales. Tenía yo veintiocho años de edad y me hervía con suma facilidad la sangre, y no iba a quedarme en la casa cultivando las bellas letras mientras en las calles cercanas masacraban a mis hermanos americanos. Miles de otros chilenos sintieron, evidentemente, algo similar, puesto que muy pronto las avenidas se llenaron de manifestantes que protestaban contra aquella matanza. Chile era en esa época una democracia: la palabra Pinochet no era parte de nuestro vocabulario ni de nuestras pesadillas, y la policía no hizo más que lanzarnos unos gases lacrimógenos, mojarnos con las gruesas mangueras de siempre.

Escapamos de aquellos cariñosos afanes policiacos, cruzamos el Parque Forestal y el río y nos encontramos frente al Cuartel Regional de Jorge Alessandri, el candidato de la derecha chilena que, en un mes más, iba a enfrentarse como el rival más serio de Salvador Allende en las elecciones presidenciales. Lanzamos un par de gritos soeces y, estábamos a punto de retirarnos cuando, desde adentro del edificio, surgió un grupo de matones que estaban armados, no de palabras groseras, sino de armas más contundentes: rifles, pístolas, palos. En vez de retirarme con prudencia acelerada de ese sitio, seguí insanamente increpando a esos hijos de la gran puta a viva voz. Todavía hoy puedo volver a divisarme en el ojo de mi recuerdo, parado y vociferante y con el puño en alto como si fuera el Che Guevara en persona. O tal vez me sentí la estrella de alguna insólita película revolucionaria. Pero no era de celuloide aquel arma de fuego que alguien disparó ni fílmico el repentino aullido de dolor en ambas piernas ni menos los pantalones hecho jirones. Ni tampoco la sangre que comenzó a depositarse gota a gota sobre la vereda con esa lentitud definitiva e irreal con que sabe caer la sangre cuando es nuestra y no de otro.

Por suerte, eran perdigones, siete pequeños y duros proyectiles, desparramando su plomo en mis muslos y pantorrillas. Ni siquiera me derrumbé. Me quedé ahí, de pie como una estatua, instantáneamente sumido en un silencio casi remoto, confuso, perdido en la bruma de lo que me había pasado. Mis palabras desafiantes habían sido tragadas, evaporadas, por los balines.

Por suerte estaba a mi lado un amigo, Jaime Gómez. Me ayudó a tambalear hasta su moto, que no estaba demasiado lejos. Jaime era un joven poeta visionario, que combinaba maldiciones urbanas a lo Baudelaire con una tierna empatía por la claridad diáfana de la naturaleza. Pero en este caso, mi amigo dejó de lado su habitualmente afiebrada fantasía para recalar en un pragmatismo sorprendente en él: sabía Jaime que si me llevaba a un hospital se me detendría, así que era necesario encontrar otro tipo de ayuda médica.

Durante las próximas horas, mientras recorríamos la ciudad locamente como si fuéramos Jack Nicholson y Peter Fonda en Easy Rider, una película que estaba muy de moda en ese tiempo, mi sentido de la irrealidad del momento que vivía se acentuó con la certeza de que yo acababa de tener esta misma experiencia sólo unas horas antes en mi propia ficción. Como el Che Guevara lobo de mi relato, yo huía de las autoridades. Como él, la sangre era la señal de mi mortalidad. Como él, en los primeros dos lugares donde hicimos el intento de que me recibieran no quisieron saber nada de mis piernas o mis penas.

Pero esto no era Bolivia, y yo, por supuesto, no era el Che. Santiago era mi ciudad, la ciudad que había hecho mía, con sus montañas abrazando el horizonte y su río tan sucio y agrícola, Santiago, con sus poblaciones callampas, donde había realizado yo durante tantos años mi aprendizaje político, y sus cafés, donde debatíamos a Sartre y Cortázar y José María Arguedas, Santiago era la ciudad en la que me había enamorado y donde había nacido mi primer hijo, la ciudad que me había enseñado el castellano y los olores de los árboles en el verano cuando están recién regados. Santiago era el único lugar en este planeta donde yo imaginaba mi posible entierro, y Santiago no me iba a dejar morir, no me iba a abandonar, la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo me encontraría un doctor, lo supe en medio del viento que levantaba la moto, supe que Santiago iba a cuidarme.

Y la ciudad cumplió esa promesa silenciosa. No terminé como mi personaje. Cuando finalmente descendimos de la moto frente a la casa de ladrillos del doctor Brodsky -¿era de veras de ladrillo o estoy emborrachando mis memorias del pasado para variar este cuento y hacerlo aún más singular y coincidente?-, apenas entramos en esa casa, el doctor, un viejo amigo de la familia, nos acogió con su característica benevolencia y me avisó que mis heridas no eran demasiado serias. No moriría como el Che Guevara, extendido sobre un camastro, capturado por una camára que lo transustanciaría en una figura de Cristo crucificado para asombro del mundo entero. Por el contrario, mientras el buen doctor me fue curando las heridas, más bien me retó con una severidad que ni el Che, ni menos el lobo, hubieran encontrado tolerable. Tienes que tener más cuidado, Ariel. No arriesgarte así como así.

Y no fue el único en encararme.

Durante los próximos días, cojeé en forma ostentosa, más de lo que hacía falta. Le mostré a quien quisiera verlas mis siete minúsculas excoriaciones, denuncié a los matones derechistas que se habían ensañado con este pobre inocente desarmado, me proyecté como un mártir de la Revolución, hice eso y mucho más, pero sabía perfectamente bien que yo era un tonto, un torpe, un mentecato. Un punto que mi esposa, Angélica, me machacó hasta la saciedad. Cada vez que me cambiaba cada una de mis siete vendas, me hacía ver las consecuencias de ese postizo heroísmo. Podía haber perdido los ojos, esos balines podrían haber alcanzado mis pulmones o los genitales. Estuve a un tris de quedar cojo de por vida: hubiera bastado que uno de los perdigones hiciera estallar una de las rodillas. Y todo, ¿para qué? ¿Qué había logrado con mi rabieta infantil? Los dos estudiantes habían muerto y mis heridas no iban a resucitarlos. El cobarde que me había disparado seguía por ahí, libre como antes, más que dispuesto a seguir apretando el gatillo, como descubriríamos a nuestro pesar en los años de dictadura que se avecinaban.

Qué fácil ser héroe cuando uno es chico. En mi infancia, en Nueva York, había jugado a la violencia. Bastaba con apuntar con el dedo y abrir la boca y salían sonidos tremendos: pum, pow, katchoo, bang, el idioma universal de los sueños de los pequeños machos en todo el mundo. Corría entre mis amigotes y rivales matando y siendo muerto sin misericordia de una u otra parte, gánster, indio, cowboy, guerrero, era cosa de que el dedo extendiera su dominio y la lengua lanzara sus onomatopeyas.

Ahora había descubierto que la violencia no es un juego y que las balas son las hermanas más permanentes del silencio y no del estruendo.

Era hora de madurar.

Los años que siguieron estuvieron marcados por la revolución democrática de Salvador Allende y por la vesania del general Pinochet y, para mí, un largo exilio de casi dos décadas. Esos años me enseñarían más acerca de la violencia y la supervivencia de lo que hubiese querido saber nunca, esos años me ayudarían a descubrir cuándo hay que huir y cuándo hay que enfrentar al adversario, cuándo la solidaridad puede derrotar el terror, cuándo las balas son incapaces de acallar al rebelde, cuándo hay que responder con palabras a esas balas.

Nunca publiqué aquel relato acerca de los tres chanchitos y el lobo al que ultimaban, esa historia en que anticipé mi propia aventura.

Pero el Che Guevara no dejó de rondarme. Los métodos que utilizó en su lucha, su fanatismo revolucionario, su culto del martirio se hicieron cada vez menos atrayentes con el tiempo, pero las razones por las que se había alzado, por las que había entregado su vida, no desaparecieron. El mundo siguió siendo un cúmulo de injusticias y desigualdad, donde los niños se morían de hambre y a los pobres se los masacraba y la avaricia se consideraba la máxima virtud. Y fue así que, perseguido todavía por la imagen del Che, terminé incorporándolo a mi última obra de ficción. Inventé un personaje, Gabriel McKenzie, al que se lo había concebido -o eso decía, por lo menos, su madre- la noche en 1967 cuando a Guevara lo estaban enterrando en Bolivia. Pero no cometí el error de forzar a mi protagonista a imitar mi propia fantasía juvenil de convertirme en el Che. En vez de eso, mi Gabriel resultó ser cínico y pusilánime, desesperadamente tratando de escapar el ejemplo del hombre que había muerto en Valle Grande el día de su concepción, absolutamente indiferente a toda acción social redentora. Decidí que el problema de Gabriel no sería que el mundo estuviese repleto de mendigos y abusos y prejuicios, sino que, teniendo ya la edad de veintitrés años, todavía es virgen. Su obsesión no es subirse a una barricada para construir el cielo en la tierra, sino que, más bien, encontrar otro tipo de cielo, una chica a la que amar bajo las estrellas. Entre otras cosas, deseaba yo examinar las posibilidades de todavía ser rebelde en un mundo donde ya no existía un Che Guevara, donde -como lo escribí recientemente en un artículo sobre ese héroe revolucionario para la revista norteamericana Time sobre los cien personajes más destacados del siglo veinte-, ese guerrillero se había transmutado en una imagen, un icono, una camiseta. Me pregunté si el Che tendría algún mensaje de ultratumba para mi protagonista neurótico, apolítico y virginal, para su lejano ahijado Gabriel.

Así que, treinta años más tarde, finalmente pude introducir al Che Guevara en mi obra literaria. Tal vez a él no le importaría que sea un personaje en una comedia picaresca, una farsa dedicada a icebergs y nanas y equívocos en un país cuyos habitantes se mienten a sí mismos tanto que ya no alcanzan a saber lo que es y no es verdad. Tal vez el Che está cansado de que siempre se le retrate en historias trágicas donde las balas vuelan y la sangre revienta. Y tengo la definitiva esperanza de que esté contento, dondequiera que él se encuentre, de que no repetí su destino en ese insólito año 1970, que no lo seguí en su viaje hacia la muerte cuando alguien cuyo nombre nunca supe me disparó y sobreviví para transmitir esta historia, espero que esté contento de que cuente esta historia y tantas otras.

Ariel Dorfman es escritor chileno y acaba de publicar la novela La nana y el iceberg.

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