Nostalgias en el bulevar
El bulevar, el bulevar que da cauce y tránsito a la villa de Vallecas arranca en la plaza de Juan Malasaña, a los pies de la mole casi catedralicia y herreriana de la iglesia de San Pedro Advíncula. En la plaza y en las callejas que circundan la iglesia se perciben las huellas de su pasado más remoto. En el siglo XVII, Vallecas era capital de uno de los sexmos en los que estaba dividida la nación y su jurisdicción englobaba aldeas y villas como Vicálvaro, Rivas, Vaciamadrid, Velilla, Hortaleza, Fuencarral, Canillas, Canillejas y el exclusivo Chamartín de la Rosa donde se cultivaban fanegas y fanegas de trigo.Vallecas era el pan de Madrid, el lugar donde se amasaban las hogazas blancas y candeales que los madrileños se ganaban con el sudor de sus frentes, o con el sudor del de enfrente como decía un castizo en un sainete. Vallecas conserva un casticismo más popular que folclórico, hondo y honrado como la buena miga de sus gentes, inmigrantes del sur, colonizadores de territorios yermos donde la vid y el cereal iban siendo sustituidos, primero por el yeso y la teja y luego por el cemento. Campamentos de chabolas, escenarios de salvajes campañas inmobiliarias a raíz de la Ley General de Absorción de Tugurios y Chabolas (sic) de 1961.
No hay chabolas ni tugurios en la villa de Vallecas, en el entorno del amplio y hospitalario bulevar que condensa las esencias de la combativa villa entre edificios posmodemos como el de la Junta Municipal, seculares fuentes ornamentales traídas de algún real sitio y árboles ascéticos y resistentes.
El bulevar rezuma y resume la herencia de la Villa Roja y reivindicativa, Vallecas obrera y rústica, reivindicativa de los curas proletarios y los vecinos solidarios, de cantautores y prófugos que musicaban los rockeros y glosaban los juglares de los años sesenta y setenta. Como Luis Pastor, vecino de la villa: "Quien ha dado vida al barrio,/ quien tantos años vivió, sin luz, con barro, sin agua.../ Ése hemos sido tu y yo" o el Ramoncín vallecano de adopción que cantaba al Valle del Kas en los umbrales de la premovida madrileña: "Palabras en la prensa, imágenes en la tele, pero ellos no se sientan en el bulevar". A la sombra de las acacias que siembran el suelo con sus vainas violáceas.
El bulevar guarda el recuerdo límpido de la Escuela de Vallecas, del escultor Alberto Sánchez que no cambió Vallecas por París y terminó sus días en Moscú. El hombre bueno, nacido en Toledo que se hizo herrero enVallecas y artista universal sin salir del pueblo, que humanizó el cubismo y armonizó realismo, vanguardia y compromiso.
La escuela de Vallecas: Alberto Sánchez, Caneja, Benjamín Palencia, Álvaro Delgado, Luis Castellanos, y Maruja Mallo y sus amigos Rafael Alberti y Federico García Lorca, la generación del 27 desmembrada por la guerra.
"Palencia y yo quedamos en Madrid con el deliberado propósito de poner en pie el nuevo arte nacional, que compitiera con el de París". Alberto y Benjamín arrastraron sus pies por los lodos y los polvos de los cerros de Vallecas. El cerro... Almodóvar fue su Sinaí y ellos lo bautizaron cerro Testigo. La revelación de la utopía se materializó una tarde sobre el milagroso monte:
"Yendo a Vallecas un domingo por la tarde", escribe Alberto, "vi una nube perfectamente torneada y que tenía por basamento todo el cerro Testigo. De allí surgió una escultura titulada Escultura del horizonte, signo del viento.
Un pájaro que cruza el sendero al atardecer se convierte en "volumen que vuela en el silencio de la noche y que nunca pude ver", una silueta furtiva de mujer bajo la lluvia se concreta en "dama proyectada por la luna en un campo de greda". Éstos son Campos Elíseos de la Escuela de Vallecas. De aquí brota la tristeza de los paisajes de Benjamín Palencia, de ver como se ha pasado "de los felices campos de trigo a la tristeza de las gentes del campo".
Los datos sobre la Escuela de Vallecas, los ha sacado el cronista del libro Madrid, Villa y Puente. Historia de Vallecas, bien escrita y documentada por Luis H. Castellanos y Carlos Colorado, escritores vallecanos, ciudadanos de puente y villa que investigaron minuciosamente y registraron testimonios de primera mano y de viva voz de sus testigos más veteranos.
En el bulevar de Vallecas los niños juegan trepando por los volúmenes de un discreto monumento dedicado a Federico García Lorca, los escolares han depositado sus mochilas de colores fosforescentes en los ángulos y en las volutas de la escultura horizontal y arquitectónica. Las inscripciones anónimas tatúan este mínimo laberinto y compiten con las frases grabadas en la piedra. A Federico no le molestan, sino todo lo contrario, estos niños trepadores y emborronadores que se persiguen y se descuelgan junto a su efigie impasible. En los parterres aledaños, frases de Mariana Pineda "...Vibraba fuente sangrienta y entre el olor de la sangre, iba el olor de la sierra".
En un pasquín de considerables dimensiones pegado a una fachada del bulevar una mano de torpe caligrafía grabó una sabia, amarga y rotunda sentencia: "En esos muros malditos/ donde reina la tristeza/ no se castiga el delito;/ se castiga la pobreza".
La plaza de la que arranca el bulevar es la de Juan Malasaña, vallecano y panadero, padre de Manolita la Costurera, mártir del Dos de Mayo que sin querer daría nombre a un barrio céntrico y castizo de la cercana Villa y Corte. Juan Malasaña era hijo de francés y amasaba francesillas, pero se levantó contra sus antepasados con la fe de los conversos y la combatividad de los vallecanos, hijos del trueno, indómitos y nobles pobladores del Valle del Kas o del Abroñigal.
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