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ELECCIONES EN RUSIA

Los rusos entierran hoy la era Yeltsin

La elección de presidente se convierte en un plebiscito sobre el enigmático Vladímir Putin

Más de 107 millones de rusos están convocados hoy a las urnas en la primera (y tal vez única) vuelta de unas elecciones presidenciales que enterrarán oficialmente la era de Borís Yeltsin, marcada por una transición salvaje del comunismo al capitalismo. La votación se ha convertido en un plebiscito sobre el primer ministro, presidente en funciones y máximo favorito Vladímir Putin, de 47 años, un ex agente del KGB (servicio secreto soviético) que se presenta como la única posibilidad de regenerar al país pero que no ha despejado, ni siquiera durante la campaña, la incógnita de si esconde tras su cara de póquer a un demócrata o a un dictador en potencia.Si Yeltsin se sacó de la manga a Putin, abdicó en su favor y puso a su disposición el inmenso poder del Estado y de los oligarcas que han hecho su fortuna gracias a corretear por los pasillos del Kremlin, fue porque confiaba en que le garantizaría una vejez tranquila (libre de persecuciones judiciales y políticas) y en que seguiría el rumbo con el que el primer presidente de la nueva Rusia confía en pasar a la historia. La era de Yeltsin ha estado marcada por traumas como el golpe de Estado comunista de agosto de 1991 (que precipitó la ruptura de la URSS), el bombardeo del Sóviet Supremo en octubre de 1993, dos guerras en Chechenia y varias crisis económicas que destruyeron la poca confianza que les quedaba a los ciudadanos en sus dirigentes y explican que haya cerca de 10 billones de pesetas bajo los colchones.

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Mientras, al menos formalmente, se desarrollaban las instituciones y libertades democráticas y se avanzaba hacia una economía libre de mercado, la mayoría del pueblo luchaba por la mera supervivencia. Tanto que el país perdió millones de habitantes. Ahora son 145 millones y un tercio de ellos se halla bajo el umbral de la pobreza. La pensión media es de menos de 3.000 pesetas y el salario medio ni siquiera triplica esa cifra. En estos años, con un Borís Yeltsin en el Kremlin empapado en vodka, con su corpachón de oso castigado por dolencias mil, y con una medieval corte de los milagros, la mayor parte de la impresionante tarta del Estado soviético se privatizó a precio de saldo y para beneficio de unos pocos, mientras la corrupción campaba por sus respetos y el crimen organizado (de guante blanco o de pistola en mano) se infiltraba hasta el último rincón de la sociedad. Pese a todo, Rusia ha sentado las bases para la modernización, aunque para eso hace falta que toque la lotería de que, por fin, haya un Gobierno decente y eficaz.

Lo que anhela el pueblo ruso es una etapa de estabilidad, cuanto más larga mejor, que permita la regeneración del país y un nivel de desarrollo que, cuando menos, garantice para todos los mínimos vitales característicos de los tiempos soviéticos. Hoy por hoy, Vladímir Putin encarna esa esperanza, aunque el antiguo agente del KGB y ex jefe del Servicio Federal de Seguridad, que al convertirse el pasado agosto en primer ministro sólo contaba con un 1% de intención de voto, no haya hecho nada concreto que justifique tanta fe.

Putin tiene buenas cartas en su mano para convertirse hoy en presidente de la segunda superpotencia nuclear del planeta, con unos poderes, garantizados por la Constitución de diciembre de 1993, que superan los de Bill Clinton o Jacques Chirac. Dispone de los recursos del poder que, por ejemplo, le permiten subir en plena campaña electoral las pensiones y los salarios del sector público; del apoyo de los oligarcas; de su imagen de hombre todavía joven, sano y deportista (en claro contraste con Yeltsin) al que no le tiembla la mano; de su capacidad de ofrecer a cada cual lo que anhela sin comprometerse a nada; de la debilidad de sus rivales (tras la destrucción de algunos de los más fuertes), e incluso de su pasado de espía, del que no sólo no reniega, sino del que se enorgullece en cuanto tiene ocasión.

Para colmo, tiene suerte. El rublo barato tira de la producción industrial y el petróleo caro aumenta las reservas de oro y divisas, que con 15.000 millones de dólares alcanzan su nivel más alto desde la crisis de agosto de 1998; al igual con la Bolsa, que ya cotiza al alza la probable elección de Putin. Incluso se descubre en vísperas de las elecciones un fabuloso depósito de oro negro en el Caspio.

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Durante meses, su principal baza ha sido la guerra de Chechenia, presentada como respuesta a unos atentados terroristas cuya autoría sigue sin aclararse medio año después de cometerse, pero que ha conectado con el deseo de la mayoría de los rusos de recuperar el orgullo perdido, tras la humillante retirada de 1996 y el trato que Occidente dispensa a Rusia, como a un mendigo y una potencia de tercer orden, pese a su arsenal atómico.

Promesas y corrupción

Putin promete defender las reformas económicas de mercado, acabar con la corrupción, potenciar el papel del Estado, salvaguardar las libertades democráticas, garantizar la unidad del país, aumentar el nivel de vida, fortalecer las fuerzas armadas y los servicios de seguridad, imponer la dictadura de la ley y devolver al país su orgullo, su dignidad y su peso internacional.

Putin no tiene ningún rival serio. El líder comunista, Guennadi Ziugánov, demostró ya sus limitaciones (y las de su electorado) en 1996, cuando fue derrotado ampliamente por Yeltsin. En esta campaña le está costando evitar que Putin le robe su mensaje y sus fieles. El liberal Grigori Yevlinski, tercero en discordia y el más occidental de los políticos rusos, sólo puede esperar el mercadeo de su probable tercer puesto, como hizo Alexandr Lébed hace cuatro años, con resultado desastroso para él.

Hasta hace unos días, se daba por hecho que Putin se convertiría hoy en presidente, sin necesidad de una segunda vuelta el 16 de abril. Sin embargo, el aumento de las bajas en Chechenia y unas imprudentes declaraciones sobre la posibilidad de que Rusia entre en la OTAN han hecho que algunos sondeos (los menos) le atribuyan menos del 50% de votos. Con un cinismo pasmoso, Putin anima a dejar zanjada hoy la cuestión, evitando los 5.000 millones de pesetas que costaría otra votación. Una minucia comparado con los 3,5 billones que huyen de Rusia cada año.

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