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Puertos y paraísos

JUSTO NAVARRO

Viví una vez frente al puerto de Málaga, y cada día, al despertar, veía qué barcos habían llegado y qué barcos habían partido, porque una mañana encontré al Cristina, y por la tarde conocí a una Cristina que aún es amiga hoy, y caí en la superstición de creer que el nombre de los barcos anunciaba mi vida. Y otra mañana encontré al Malaño, y aquel año fue pésimo, pero también fue mediocre, y bueno, y hasta inmejorable. La vida tiene muchas caras y mucho disfraz. Yo vivía en un bloque de apartamentos que se llamaba como una portuaria ciudad italiana, refugio de jóvenes mujeres solas que asediaban el teléfono público de la portería (entonces no era el tiempo de los teléfonos móviles), siempre con una botella de agua mineral y a veces con un niño de pocos años, y acento extranjero (mucho español de América) casi siempre.

Y una noche, en un bar lujoso de la Malagueta, un hombre muy peinado, de fijador, con cara de concejal o abogado, me dijo, después de oírme pedir bebida:

-Tú eres uruguayo, hijo de puta. Te voy a matar.

Era un mundo muy literariamente portuario: noches largas, agua quieta y aceite, espuma y óxido, gruas y tinglados y buques, el capitán Ahab con cara de Gregory Peck y su pierna de marfil de cachalote en busca de Moby Dick, es decir, de su destino, u otro marinero de una sola pierna, el Largo John Silver, camino de la isla del tesoro, y los Reyes Magos que llegan al puerto de Málaga en Navidad, probablemente desde algún punto egipcio, y en Semana Santa los legionarios de África, y los turistas de Ucrania y Nápoles, y esos barcos-biblioteca que difunden religiones californianas. El último petrolero, desde La Valletta, en Malta, arribó a Málaga hace dos días.

Cierran el oleducto Málaga-Puertollano y no volverán a Málaga los petroleros, y yo me he acordado de Juan Manuel Villalba, uno de los nuevos poetas de España y uno de los mejores, que desde su habitación vigilaba a esos cetácos míticos y mecánicos, torpemente inmensos, lenta luz en el mar nocturno, fantasmales cisternas, y escribía un poema inolvidable: Petroleros. El último petrolero de Málaga se llama Cirigo, algo que suena a cera y funeral por el viejo puerto. Ahora el puerto de Málaga se transformará en un jardín, dilatación del parque y su selva civilizada, donde florecerán cines y tiendas: vida después de la muerte, el paraíso que prometían los predicadores optimistas.

El puerto será un eterno domingo, vida libre y ociosa en un centro comercial, entre flores y estatuas, convertidos en flores y estatuas vivas los felices que habitarán el paraíso. Los chinos creían que el paraíso es el jardín de los dragones de la sabiduría, y lo situaban en el centro de Asia, aunque ya hay quien dice que quizá se equivocaron: en el puerto-paraíso de Málaga habrá un jardín con mar y estatuas y películas y tiendas de libros y música y artefactos informáticos y un hotel para congresistas, operadores de turismo o microcirujanos o cualquier otro dragón sabio. Espero que el nuevo paraíso sea tan dichoso como el que otros inventaron, no hace mucho, en el puerto de Barcelona.

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