Opinión
La gente de mi edad sólo ha conocido la política radical. Durante medio siglo fue imposible no enfrentarse radicalmente contra la tortura física y moral del franquismo. En aquellas décadas de plomo muchos quedamos marcados para una concepción de la política que consideraba a "las masas" como una mayoría de enajenados a quienes la vanguardia revolucionaria debía indicar el camino de la libertad. El modelo era Fidel Castro. La soberbia elitista y un inconfesado deseo de jefatura determinó fatalmente a quienes, tras la muerte de Franco, asaltaron como profesionales los partidos de izquierda. Felipe González moderó las tendencias castristas del PSOE pero la tradición leninista era fácil de percibir en el aparato. Quienes optaron por el nacionalismo tampoco reprimieron sus hábitos radicales, de manera que incluso entre los moderados se da por sentado que la minoría patriótica, con un jefe teocrático a la cabeza, debe conducir al Cielo de la independencia a una masa indiferente o remisa. Las últimas elecciones anuncian la muerte de esa política radical anclada en los años setenta y en el narcisismo de la vanguardia ilustrada.La población ha cambiado por completo y sería estúpido discutir si ha sido para bien o para mal. La endogamia, la complacencia de los mandos con diminutos círculos de "consejeros", el uso farisaico del resentimiento y también una inepcia colosal, son elementos importantes de la derrota. Pero lo decisivo ha sido el desconocimiento suicida del carácter de la población actual. El mérito de Aznar (y de González en su momento) fue adivinar qué clase de ciudadano está construyendo el poder europeo.
Así que lo más urgente para la izquierda y los nacionalistas no es abandonar sus sillones (que también), sino huir del círculo íntimo y estudiar cómo está el patio. Se acabó el caudillismo aristocrático y la "educación de las masas" que con santa paciencia ha practicado Anguita. En la futura política europea sólo sobrevivirá quien tenga la habilidad de obedecer a la clientela. Justo lo contrario de los radicales, los cuales exigen obediencia a "las masas" porque sólo ellos saben lo que se hacen. Me lo digo a mí mismo, a ver si me convenzo. Quitarse del radicalismo es más difícil que dejar el tabaco.