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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El té del café Schilling LUISA CASTRO

Nada tan opuesto a los salones de té japoneses, los antiguos kakoi, como un bullicioso café. Y, sin embargo, fue en el café Schilling de la calle de Ferran, uno de los cafés más bellos y ruidosos de Barcelona, donde la pintora Carme Riera (¡atención!, no la escritora Carme Riera, sino la pintora barcelonesa que tiene el honor de compartir su nombre con ésta) nos invitó a una ceremonia del té, a una tertulia imaginaria en torno al preciado líquido y a la exposición de sus trabajos plásticos, integrados en las vitrinas exteriores del Schilling.Este café tiene mucho que ver con ella. Su bisabuelo, Eduard Schilling, gran conocedor y amante de las artes y la vida, fundó esta casa a principios del siglo XX. Era entonces una tienda de objetos de gran categoría importados principalmente de Inglaterra y Alemania, en cuya rebotica el diletante Schilling se reunía con vecinos y artistas del barrio para tomar el té. Pudo ser en una de estas reuniones, o en un lugar semejante, donde los barceloneses tuvieron conocimiento por primera vez del Libro del té. Su autor, Kakuzo Okakura, lo escribió por aquel entonces, y seguramente la primera traducción en el mundo hispánico se produjo en catalán, hacia los años veinte, por Marçal Pineda en la Librería Catalonia. En la tertulia imaginaria de la pintora Riera yo me entero de la existencia de este libro, un siglo después. Kakuzo Okakura, filósofo y nieto de samuráis, lo escribió en inglés. El escritor japonés, junto con su profesor de filosofía de la Universidad de Tokio, que, curiosamente, se llamaba Ernest Fonollosa -siempre me ha parecido que catalanes y japoneses tienen algo en común, implacabilidad, sensibilidad-, se dedicaba entonces al estudio y la difusión del patrimonio cultural del Japón, en un momento en que la civilización oriental está empezando a contaminarse de Occidente. Este libro tiende un puente entre ambos mundos a través del ritual del té, que conlleva toda una filosofía y un culto específico -el teísmo- basado en la cordialidad, la serenidad y la armonía. El libro del té lo tradujo al castellano en los años cuarenta otro catalán, Ángel Samblancat, diputado a Cortes en 1931 por Esquerra Republicana y exiliado en México después de la guerra. Hoy este libro se puede encontrar en la editorial Kairós, y sus páginas, sensibles, implacables, son un ejemplo de cómo se puede hacer un tratado de estética, un estudio antropológico, un libro de sociología, religión e historia a partir de unas hojas insignificantes, de unas briznas de hierba, como pintaba Miró. El sincretismo de Okakura maneja a la vez mil ideas: "El sabor del té tiene un encanto sutil que lo hace irresistible y particularmente apto para la idealización. El té carece de la arrogancia del vino, del individualismo consciente del café, de la inocencia sonriente del cacao".

Taoístas y budistas hacen del té una religión en el siglo XV, aunque la ceremonia ya mucho antes la establece el poeta Wu-Lu: el salón de té debe ser el lugar del vacío, donde haya sitio para el que entra en él. Su decoración es todo lo contrario al atiborramiento y la superposición. Debe haber pocas cosas y ninguna repetida. Las simetrías están prohibidas. Nada nos ha de remitir a otra cosa. Cada objeto es ese objeto en su valor. "Clasificamos demasiado y valoramos demasiado poco", dice Okakura. Y en otro de sus tragos, sutiles y amargos, nos recuerda que "el hombre a los 10 años es un animal, a los 20 un loco, a los 30 un fracasado, a los 40 un estafador y a los 50 un criminal". Termina lamentándose del destino de las flores en nuestras ceremonias. "¿Hay nada más lamentable que el amontonamiento de flores en una boda para acabar lanzadas al estercolero?".

La diatriba que Okakura emprende contra los occidentales no sería digna de tener en cuenta si, en contrapartida, no nos ofreciera bajo el insulto asuntos de alta política reveladores. Quién nos hubiera dicho que "el primer acto de la guerra de la Independencia Americana fue la explosión, en que el pueblo reventó las cajas de té en el puerto de Boston". O que "el siglo XX no se habría inaugurado con un conflicto terriblemente cruento si Rusia hubiese condescendido y se hubiera molestado en estudiar más detenidamente al Japón". Seguramente si nuestros políticos tuvieran la sana costumbre de reunirse cada tarde a las five o'clock en un íntimo kakoi, cinco de ellos, sólo cinco, "más que las gracias y menos que las musas", para degustar una taza de té y mirarse a los ojos intentando comprenderse, muchos de nuestros problemas quedarían definitivamente disueltos en medio de la ensoñadora infusión. Lo difícil sería a quién entregarle la construcción del kakoi, si a Foster o a Bofill, y a quién darle el título de maestro de ceremonia, si a Gimferrer o a Tàpies, y a quién encargarle los adornos florales, los manteles, la cerámica, las alfombras... y lo peor de todo, a qué cinco dignatarios invitar cada tarde, con o sin cámaras de televisión. El escepticismo es un pecado como otro cualquiera. Como el de ingenuidad, que dice Cela.

Quizá por eso algunos no somos japoneses. Ni catalanes, siquiera. Quizá por eso el café Schilling es hoy el local más cosmopolita, agradable, homosexual, moderno, ensordecedor, encantador e insoportable de todo Barcelona. No un kakoi, sino un cacao donde la pintora Riera, en recuerdo de su venerable ancestro, nos reúne no a cinco, sino a multitud de amigos, amantes e ignorantes del arte para tomar una taza de té y admirar esos pequeños mundos nipones salidos de sus manos de artista, pendiendo de bolsitas de infusión que son -entiéndanme- como preservativos al revés por los que toda la vida se escapa, se filtra, dejándonos la impresión, al salir del Schilling, de haber transitado por el más puro de los anhelos en medio de la más pura confusión.

Carles Ribas
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