La incubación
Temo que no hemos aprendido lo suficiente de la metáfora del huevo de la serpiente aplicada a los brotes xenófobos o a los nuevos espasmos de la ultraderecha. Puede enseñarnos muchas cosas más. Por ejemplo, que la inmensa mayoría de las serpientes no anidan, no construyen nidos propios como sistemas cerrados de cría y protección. Simplemente dejan sus huevos bajo una capa propicia de materia natural para que vayan desarrollándose poco a poco por sí mismos. Es el templado humus medioambiental el que consigue incubarlos hasta la eclosión. Y no sería disparatado pensar que también esto puede suceder por lo que se refiere a la camada nazi. Me ha asombrado ver estos días que sólo somos capaces de pensar en impedir la eclosión o sus consecuencias con medidas policiales o con presiones políticas. Nadie se pregunta qué ha pasado antes de esa eclosión. Nadie, por ejemplo, parece dispuesto a admitir que ese humus caliente que ha propiciado la lenta incubación de la mente racista está cotidianamente entre nosotros sin que sepamos o queramos advertirlo. Mucho más profundo que una mera circunstancia puramente local. Pero temo que las cosas sean así. He aquí algunos de los ingredientes de ese humus que, sin embargo, nosotros experimentamos cotidianamente como aspectos inofensivos de la realidad.En primer lugar hay algo que hemos aceptado como "irreversible" (éste es el adjetivo al uso): el que un importante sector de la gente joven se encuentre, por lo que respecta a su ocupación, "a la deriva" (para usar la expresión de Richard Sennet en su importante ensayo La corrosión del carácter). A primera vista la cosa es bastante inocente: el trabajo en el ámbito del nuevo capitalismo exige cambiar con frecuencia tanto de marco ocupacional como de capacitaciones. Es esa idea ya conocida de que la gente tiene que ir acostumbrándose a pasar de un puesto de trabajo a otro con gran frecuencia. Los jóvenes han de amoldarse a cambiar de trabajo varias veces en la vida; seguramente también de especialización. La realidad cotidiana entre nosotros es algo peor: cualquiera que sea su formación, bastantes de ellos sólo encuentran ocupaciones de escasa duración temporal y significado ajeno y variopinto. Esto es "la deriva". No voy a entrar en la exploración económica de esta situación. Démosla por buena o, si se prefiere, démosla por inevitable. Pero tengamos al menos la cautela de ponernos a pensar sobre sus implicaciones para la vida y la personalidad de esa gente. Porque ¿en qué consiste en realidad la vida de esa gente? Pues, sencillamente, en una sucesión discontinua e impredecible de fragmentos de experiencia y ocupación presidida por la incertidumbre; es decir, en algo a lo que es difícil dar un sentido unitario y que excluye por su propia naturaleza el compromiso personal en el tiempo. O por decirlo con otras palabras: en algo que no presta contribución alguna a su identidad personal. Me asombra que no nos demos cuenta de la gravedad de esta situación. Que los seres humanos no puedan tener ante sí su propia vida como un proyecto dotado de sentido, que no puedan establecer compromisos interpersonales de largo alcance o que no les sea posible ver su itinerario vital como la proyección en el tiempo de un plan personal, es algo tan grave que apenas necesitaría ser recordado. "Una persona", escribió John Rawls, "puede ser considerada como una vida humana vivida de acuerdo a un plan, un individuo dice quién es al describir sus propósitos y sus causas, lo que trata de hacer en su vida". Hasta hace bien poco la profesión o el oficio, o la certidumbre de los recursos económicos necesarios, configuraban de un modo importante nuestros compromisos vitales, esas vidas vividas como un plan: nos definían como las personas que éramos o nos ayudaban a hacerlo. A la nueva gente a la deriva les estamos hurtando la identidad, la posibilidad de saber, no lo que hacen, sino quienes son. Les estamos regateando su condición de personas. Y esto les impele a buscar identidades externas en mecanismos impersonales pero estables: sean clubes de fútbol o patrias. Y es en esa entrega a un ente anónimo que nos identifica desde fuera donde empieza a incubarse el huevo de la serpiente.
Pero la súbita irrupción de una contingencia ilimitada en la vida de la gente ha determinado la insólita extensión de un fenómeno al que tampoco se ha prestado ninguna atención crítica: la difusión de la irracionalidad en el seno mismo de la sociedad tecnológica. Las iglesias de siempre se hacen cada vez más integristas y a su lado proliferan sectas estrambóticas. Por si esto fuera poco hemos sustituido todo lo que ignoramos sobre nuestro propio futuro por una amplia panoplia de certidumbres paranormales. Supongo que funcionan como una prótesis de apoyo porque se propagan como una epidemia: hasta en este diario laico y racional encontrarán una página de anuncios de futurología y adivinación. El sistema educativo, cada vez peor dotado y más transferido a las distintas parroquias, está a punto de sucumbir ante unos medios de comunicación que pugnan por satisfacer una demanda intensa de irracionalidad y violencia. La gente asiste entre complaciente y risueña al comercio masivo de todo género de patrañas y supercherías. Pocos saben que las artes de la adivinación y el augurio fraudulento son hoy por hoy el primer capítulo de facturación de esas compañías de teléfonos especiales. Y sólo hace falta sintonizar las televisiones locales para contemplar atónitos a alguna señora enredadora y tramposa dictaminando sobre el futuro del amor o del puesto de trabajo. También en los programas de gran audiencia comparecen de vez en cuando estos defraudadores ante el general regocijo. Lo que no nos dice el mercado nos lo va a decir el tarot. A veces una señora destripa a una niña para liberarla del maligno y entonces se nos hiela la risa. Pero en general la irracionalidad es permisible y recreativa. Casi todos tenemos un amigo que ha visto doblarse el tenedor. Hasta se habla de ministros y jefes de gobierno que consultan a alguna mujer diestra en cartomancias.
Para terminar tenemos esa especie de salmodia actual de las peculiaridades étnicas y sus presuntos efluvios culturales y políticos. A la irracionalidad del viejo racismo de la derecha, que no somos capaces de hacer desaparecer, estamos ahora añadiendo desde la izquierda una incomprensible exaltación de los rasgos culturales de grupo. Al parecer hay que respetar mucho eso de la "multiculturalidad" o de la "multietnicidad". Y para hacerlo tenemos que arbitrar en la comunidad una especie de diseño que nos la presente articulada como un mosaico variopinto en el que cada uno ocupa el lugar que corresponde a su grupo. La vieja tolerancia genérica e interindividual se ha abandonado para dar paso a una especie de negociación de las posiciones de cada grupo en el todo. Eso incluye a veces, aunque parezca imposible de imaginar, asignaturas en los planes de estudio o cuotas en los programas de televisión. Y por supuesto mucho miramiento ante cualquier desatino, siempre que sea étnico. No es éste el momento de hacer una crítica seria y clara de todo este profundo y peligroso equívoco, sino simplemente de apuntar una pequeña y explosiva obviedad: con tales argumentos no se hace sino subrayar una vez más la condición de "extraño" que tiene el perteneciente a otro grupo y atribuir de nuevo fuerza de identificación personal a los rasgos colectivos. Si ponemos esto en relación con la vulnerabilidad y la incertidumbre del ser humano en el nuevo capitalismo y con la dificultad consiguiente de desarrollar una identidad moral firme, sabremos enseguida por qué la idea de hacer pivotar la convivencia humana sobre las afinidades grupales es una idea suicida. No lo es tanto por que sea incapaz de integrar al "otro", sino porque nos define a nosotros mismos en términos colectivos de una forma tal que nos hace necesariamente torpes y medrosos ante la diversidad humana. Nos predispone así inconscientemente al uso de medidas irracionales como la violencia. Porque con tales artificios convivenciales vamos a acabar por hacer desaparecer esa dosis de confianza interciudadana, intercultural, interétnica, interindividual, en suma, que constituye al parecer la condición de estabilidad de las modernas democracias.
Francisco F. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid.
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