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Solomillo de prosa

Si la ironía es esa costra de sal bajo la que suele cocerse la ternura, ¿por qué no será el sarcasmo un condimento de la imaginación? Sobre estos cuatro pilares -ironía, ternura, sarcasmo e imaginación- se levanta la estructura de toda la estética de Rafael Pérez Estrada (Málaga, 1934), un escritor que cuando dibuja o pinta -ha realizado varias exposiciones de ambas técnicas- consigue escribir con rara perfección las formas de lo que se propone mostrarnos, y un pintor que cuando escribe alcanza los mejores trazos y las tonalidades más apasionantes.La extranjera, novela con la que Pérez Estrada se adentra definitivamente en el mundo de las ediciones comerciales -Plaza & Janés ya editó El ladrón de atardeceres en 1998, 100.000 ejemplares para una antología poética de su obra-, tampoco se libra de ser otra delicatessen del suculento y libérrimo banquete en el que este hombre ha decidido convertir al arte, de forma que los lectores y críticos ortodoxos del orden narrativo podrían llegar a sentirse agasajados hasta la extenuación si desean encontrar en La extranjera el caldo, el pescado a la plancha y la carne de añojo habituales en cualquier cubierto del día de unos grandes almacenes; o, dicho de modo más acorde a la ocasión, encontrar el fondo y la forma con los que la mayoría de los actuales narradores, españoles y no, aliñan sus obras.

Y es que aunque en la novela que comentamos existan varios hilos conductores que agrupan en una sola historia a la totalidad de sus capítulos -XXIX para ser exactos-, la realidad narrativa se nos ofrece aquí por medio de fragmentos que podrían constituirse cada uno de ellos en unidades, o relatos cortos, o brevísimas novelas, con suficiente entidad propia. Es más, presiento -con el margen de error que me proporciona la amistad que me une a este escritor- que tal fragmentación es una de las cualidades intencionadamente buscadas por Pérez Estrada no sólo en el presente libro, sino en la totalidad de su obra literaria, ya extensa y singular como pocas entre las de sus coetáneos.

Consecuentemente, La extranjera resulta ser una sucesión de historias casi mágicas y prodigiosamente contadas en las que el lector pudiera zambullirse como en uno de esos menús-degustación que casi siempre hacen las delicias de los gastrónomos exquisitos, con la diferencia de que en esta novela toda la base del banquete se ha elaborado en torno a un selecto manjar, tierno, irónico, imaginativo y sarcástico: el placer de narrar, el solomillo de la prosa, sin concesiones que condicionen el uso y disfrute de lo que se narra por mor de un desenlace necesario y existente, pero, en este caso, no imprescindible.

De ahí que La extranjera tenga para quien esto escribe un marcado carácter de obra abierta, en el sentido de que el autor podría retomar su escritura en cualquier momento para continuar deleitando al lector en sucesivas entregas sin que éste advierta el ardid; del mismo modo que el lector puede irla tomando a su antojo, sin recurrir a esa presunta virtud que, dicen, consiste en no poder abandonar la lectura de un libro hasta haberla concluido. Esta novela -buen solomillo de prosa en su punto- leída a capítulo diario, mejora en cada bocado.

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