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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Llenar las urnas

Desde las anteriores elecciones generales, un total de 2,4 millones de nuevos electores se han incorporado al censo; entre ellos, por primera vez, los de la quinta de 1981: los nacidos después del intento de golpe de estado que pretendía acabar con la casi recién estrenada democracia. De los 34 millones de ciudadanos inscritos -un millón de ellos residentes en el extranjero-, prácticamente un tercio no había nacido o tenía menos de 10 años el día en que murió Franco; y más de la mitad, unos 17 millones, no tenían edad de votar cuando se celebraron, en 1977, las primeras elecciones legislativas, tras 40 años en que los españoles fueron privados del derecho a participar en la elección de sus gobernantes.Un cuarto de siglo después de la desaparición del dictador, el sistema parlamentario está asentado. No hay riesgos de involución y no está en juego el modelo social o de organización territorial. Lo que hoy deciden los españoles es el signo del Gobierno para los próximos cuatro años. Esencialmente, si será un gobierno dirigido por Aznar o encabezado por Almunia. No es poca cosa. Los ciudadanos conceden a las legislativas mayor importancia que a las elecciones de cualquier otro orden. La prueba más directa es que vota una media del 74%, frente al 62% en las europeas o el 65% en las municipales y autonómicas. La gente concede más importancia al signo político del gobierno que al de otras instituciones porque de él dependen las decisiones que afectan a sus principales intereses: los relacionados con sus ingresos en el caso de funcionarios y pensionistas; con los impuestos de todos; pero sobre todo con las libertades: con el uso y abuso del poder.

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Hace cuatro años también se jugaba el cambio de gobierno, entonces desde la expectativa, adelantada por los sondeos, de un cambio de mayoría tras 13 años de gobiernos socialistas. Ello provocó una polarización intensa del electorado, en parte por el temor a lo desconocido: no había experiencia reciente de un gobierno democrático de la derecha. Ahora los ex jóvenes thatcherianos parecen unos conversos al Estado del Bienestar, aunque no abandonan su proyecto de poner un sello privado a la Sanidad. Pero cuatro años de Gobierno del PP no han borrado su tendencia al abuso de poder. Sobre todo en el campo de la libertad de información y en el respeto a las minorías.

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Los gobiernos anteriores utilizaron de manera sectaria las televisiones públicas, pero abrieron paso a las privadas. Sus manipulaciones parecen ahora un juego de niños comparadas con la determinación con la que sus sucesores no sólo han seguido sirviéndose de los medios de titularidad pública, sino que han utilizado las privatizaciones de las empresas estatales para ocupar hasta la asfixia la mayoría de los medios privados. Los socialistas se sirvieron de las empresas públicas mientras gobernaron; el PP las repartió de forma que garantizara su influencia en ellas para siempre. Sobre todo, como fuente de financiación de un grupo de comunicación deudor de los favores del PP. El objetivo es que su influencia y poder real sean independientes de quien gobierne, es decir de los resultados electorales. Que un gobierno democrático haya otorgado un amplísimo paquete de licencias de radio y telecomunicaciones, que deben materializarse en inversiones billonarias, la víspera de la jornada de reflexión supone un desafío insólito a la opinión pública llamada a pronunciarse sobre el signo del gobierno en cuestión de horas; y habría sido un escándalo en cualquier país.

La democracia no está en peligro, pero un deterioro de las reglas del juego como el que tales actuaciones implican no puede dejar de afectar a su crédito. La buena marcha de la economía ha dado al Gobierno un margen del que carecieron sus predecesores para ampliar su base social. Pero se mantienen las incógnitas sobre su comportamiento si la coyuntura fuera menos favorable. Hay síntomas inquietantes. Hubo un momento en que los capitostes de la derecha se ufanaban de que ellos tenían un lugar ganado en la sociedad civil y no dependían de la política para medrar. Ha resultado que su moral de las oportunidades -aprovecharlas es de listos- consiste en utilizar el puesto para sus negocios privados, beneficiándose de subvenciones públicas. Los casos que empiezan a salir a la luz en Trabajo son una buena muestra. Que Piqué sea uno de los prototipos políticos de esta derecha dice mucho sobre la flexibilidad de esa moral de la sociedad civil y las oportunidades.

La democracia son reglas, pero también usos. En 1996 la respuesta del PP a la demanda unánime de que Aznar aceptara un cara a cara en televisión con el candidato socialista fue literalmente: "Nadie nos puede obligar a hacer algo que vaya contra nuestros intereses". Tampoco ahora han considerado necesario añadir más razones. La negativa de Aznar a recibir a los presidentes de las comunidades gobernadas por los socialistas o a conceder entrevistas a los medios no sometidos son decisiones que ni siquiera hay que explicar. Se trata de un estilo -gobernar sin complejos- que cuenta con muchos adeptos en el PP, pero que pone de relieve un talante antidemocrático.

Los partidos de izquierda sumaron hace cuatro años 12 millones de votos, dos y medio más que el PP, pero este país se ha visto sometido durante cuatro años a eso que Reagan llamó la revolución conservadora. La propuesta de traducir la suma de papeletas del PSOE y de IU en mayoría de escaños, presentada por Almunia a menos de dos meses de las elecciones, no cuajó por razones diversas. Lo que salió del intento fue un compromiso programático para un gobierno conjunto. Las encuestas, realizadas al comienzo de la campaña, no han detectado un efecto significativo, de arrastre de indecisos, aunque sí la contención de la hemorragia que afectaba a IU. Con independencia de cuáles sean ahora los resultados, la iniciativa era necesaria para reincorporar a IU, y a sus votantes, a la política real (y no sólo contemplativa). Esa incorporación sería más segura si los resultados de las urnas abrieran paso a un gobierno con presencia de ministros de IU e independientes de izquierda, según la fórmula adelantada por Almunia. En la oposición es mayor el riesgo de que se reabran viejas heridas, pero ello podría compensarse con iniciativas tendentes a extender el acuerdo a comunidades autónomas en las que el acuerdo no existe, como ocurre ahora mismo en la mayor de todas ellas, Andalucía.

Almunia no es un candidato arrebatador, capaz de conseguir votos de prácticamente todos los segmentos de la sociedad, como lo fueron en su día Felipe González o Adolfo Suárez. Pero es alguien que inspira confianza y no provoca rechazos viscerales. A diferencia de González, no cuesta imaginar a Almunia dirigiendo un gobierno de coalición, y tampoco pactando con la oposición. En eso le lleva ventaja a Aznar, y de esa ventaja depende en buena medida el carácter abierto de estas elecciones. El PP parte como favorito, pero una movilización de la mayoría social que se identifica genéricamente con la cultura y los valores de la izquierda puede dar a Almunia la posibilidad de gobernar. Todas las encuestas indican que, en caso de no haber un partido con mayoría absoluta, la coalición de gobierno preferida sería la del PSOE e IU.

Después de meses de combate dialéctico a distancia por la negativa de Aznar a cualquier debate en directo, ha llegado la hora de los ciudadanos. Y la salud de una democracia depende en gran medida de la concurrencia de electores en las urnas. Por encima de cualquier encuesta, el voto es secreto y libre.

Con la excepción parcial del País Vasco. Allí no todas las opciones políticas pueden expresarse con la misma libertad. La coacción organizada forma parte de la realidad vasca, y reconocerlo es condición para poder superar esa lacra. Quienes no han sido capaces de condenar los asesinatos son los que propugnan la abstención activa; es decir, coactiva. Razón de más para que el voto libre exprese el rechazo a los terroristas.

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