Los hermanos Iñurrategi
Antes que nada, conviene señalar que uno se llama Alberto y el otro Félix y que probablemente cada uno anda por su lado, con la vida a cuestas. Salvo en la montaña, donde sería casi imposible hablar de cada uno de ellos por separado. Rebuscando entre los expertos del asunto, incluso entre su entorno, se dibujan algunos matices. Y te cuentan que Félix, (Aretxabaleta, 1967), el mayor, es más introvertido y más fuerte; o que Alberto (Aretxabaleta, 1968), el pequeño, más extrovertido y más decidido. Matices de dos hermanos que se enamoraron al mismo tiempo de la montaña y de la insatisfacción ansiosa y permanente de la libertad. Por eso dicen que cuando están en el Himalaya o en el Karakorum sueñan con el caserío de Aretxabaleta y la tortilla de patatas de la madre. Y cuando regresan a casa, están soñando con las cumbres heladas del Manaslu o el Annapurna. Eso es la libertad: la posibilidad de estar en los dos sitios y la imposibilidad de hacerlo al mismo tiempo.Ahora dejan el caserío y hoy mismo parten hacia el penúltimo reto: ascender los cuatro ochomiles que les faltan en cuatro meses y de dos en dos. La montaña tiene dos lecturas y un círculo infernal que en ocasiones altera el individualismo de este deporte. El hombre lucha con la montaña y consigo mismo, pero la promoción (la libertad también tiene patrocinadores) reclama que la épica se traslade a la sociedad. Y el deporte necesita marcas, registros, clasificaciones, competitividad. Algo más que lucha.
Félix y Alberto Iñurrategi han huido siempre del apresamiento que produce esa especie de planteamiento global. Han separado los campos. Se dice entre los expertos que cuentan con la mejor red promocional para financiar las expediciones (el montañismo es caro, amigos), pero ellos jamás han interiorizado la disputa y, una vez en el avión, a Katmandú o a Nepal, la montaña lo es todo.
El ochomilismo no ha hecho mella en sus planteamientos. Quieren retos, más que marcas. Saben que el impacto de los 14 ochomiles es muy corto: se reduce al primero que lo consigue (Juanito Oiarzabal en España). El resto, socialmente, resulta más anecdótico. Que si los más jóvenes, que si los que en menos tiempo, que si de dos en dos... Detalles, datos.
Sin embargo no conviene olvidar que Alberto tenía apenas 22 años cuando ascendió junto a Félix, que tenía 23 años, el Pumori en el Himalaya y que un año después conseguían su primer ochomil, el Makalu, iniciando la tentación de hollar todas las cumbres más altas de la Tierra.
Recordaba un conocido montañero la dificultad que supone encontrar un buen amigo en la montaña. La vida es difícil en el campo base y en la cordada. Muchos meses, mucho esfuerzo, distinto ánimo, distintas fuerzas. Así que los Iñurrategi tienen mucho ganado. Dos hermanos en una cordada es un lujo poco habitual. Y de paso añade una pizca de interés a la tarea promocional. Así es la vida.
De Félix y Alberto no se cuentan grandes hazañas, ni se anotan en su catálogo innovaciones singulares, de esas que cuentan en lugar de honor entre los círculos profesionales.
Montañeros y 'periodistas'
Pero a renglón seguido se recuerdan sus magníficos trabajos fotográficos. En eso también son un valor seguro. Organizar una proyección documentalista de los hermanos Iñurrategi es garantizarse el éxito. Son lo que son como montañeros y son lo que son como periodistas de las cumbres.
Lo suyo es un trabajo organizado, en comandita, frente al individualismo anímico de las montañas. Al final, como el ciclista, el ascenso es único, incomparable, incompartible. Se comparte la organización, el campo base (todo un mundo en sí mismo), el avanzado, el 1, el 2, el montaje de la aventura, el gasto, la conferencia. Pero el camino se acaba haciendo sólo. Hay que dar pedales para que la bicicleta tenga su verdadera razón de ser.
Desde aquel día en que ascendieron los montes que contornean su caserío en Aratxabaleta hasta hoy no han parado. Probablemente, con la misma ilusión, seguramente, con distinta exigencia, sin ninguna duda, con un acopio importante de responsabilidad.
Y pensar que estos muchachos que ascienden sobre el hielo, entre la nieve, durmiendo a ocho mil metros de altura, temiendo una avalancha, son en el fondo unos frioleros... Lo dicen ellos mismos: en el caserío cocinan con un forro polar.
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