Democracia
LUIS GARCÍA MONTERO
Es difícil que un joven español de hoy pueda comprender lo que significa vivir sin democracia. Por mucho que contemos las cosas, por mucho que argumentemos razones políticas, por muy bien que se entienda conceptualmente la indignidad moral de la dictadura, resulta difícil valorar un sentimiento que no se ha vivido, y afortunadamente hay un gran número de andaluces que ya no saben lo que se siente cuando la vida es una disciplina seca de oraciones impuestas, de uniformes impuestos, de verdades impuestas. La libertad es sólo una palabra bella y demagógica hasta el momento en que desaparece. Entonces uno comprende de qué forma invisible está mezclada con todos nuestros sentimientos, cuando nos reímos, cuando nos besamos, cuando nos atrevemos a pensar y a dar una opinión.
El año en que yo cumplí los 18, edad a la que ahora se empieza a votar, se celebró un homenaje a Federico García Lorca. En 1976, cuarenta años después de su ejecución en el Barranco de Víznar, Fuente Vaqueros se convirtió en una plaza inmensa llena de gente que evocaba al poeta, pedía libertad, escuchaba la voz exiliada de Rafael Alberti y aplaudía los versos de Blas de Otero o de José Agustín Goytisolo. Franco había muerto, pero nos quedaba la momia de su aparato represor, dirigido entonces por Manuel Fraga. Recuerdo perfectamente el miedo que yo sentía (nunca he sido un héroe) cuando el autobús que me llevaba a Fuente Vaqueros iba pasando entre los secaderos de tabaco infectados de jeeps y policías, todos grises. La ventanilla dejaba atrás un paisaje de álamos avergonzados, de represión cargada de memoria, para desembocar en una plaza llena de gente, una multitud que quería también dejar atrás la tachadura que había sufrido según su edad y su suerte, la maleza de amaneceres fríos con humo clerical, de sábanas con olor a cerrado, de temibles orgullos señoritiles o cuartelarios y de palabras disecadas por el miedo, "ten cuidado que te van a decir algo", "tú no te metas en política", "como sigas así, vas a ser un desgraciado". Hay una tachadura íntima que no se puede explicar si no se ha vivido.
Por eso es conveniente recordar que las elecciones son una fiesta democrática. Hay vulgaridades en las que nos va la vida. La corrupción de algunos políticos, la demagogia que suele manchar las campañas electorales, las promesas incumplidas y los desengaños, no pueden hacernos olvidar lo que significa la democracia, lo que nos costó imponérsela a los negociadores del silencio, lo que supone acercarse a una urna, enseñarle el carné de identidad a un presidente de mesa, en vez de a un policía, y votar. La democracia no es un paraíso sellado, se parece más a un proyecto, a un horizonte abierto que debe cuidarse en permanente actividad. La crítica a las corrupciones resulta necesaria y útil siempre que ayude a construir la democracia, pero se convierte en un peligro cuando desautoriza el valor de la política, la utilidad del voto. Y las invitaciones al silencio no son simples recuerdos de un pasado cuartelario, porque hay nuevas tentaciones mucho más sofisticadas. Los poderes económicos que quieren marcar el ritmo de la vida, al margen de cualquier frontera, se benefician también del descrédito de la política y de la abstención. Hay que votar, aunque sea sin dar botes.
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