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Iglesias

Las iglesias dan un poco de miedo. No Dios, sino las iglesias, por la misma razón que no da miedo Marx pero sí Stalin. Vas por la ciudad y las ves, de pronto, emboscadas entre dos torres, con su aspecto de piedras que aún están en otro siglo, muy lejos de esta época, aisladas del futuro.En algunas ocasiones, te parecen muy bellas y decides entrar en una, cruzas su umbral oscuro y pisas sus baldosas teológicas que ya son una parte del cielo, a veces te sientes bien y a veces te sientes amenazado, porque por dentro están llenas de campanas pacíficas, ángeles dulces e historias terribles. Historias que se resumen en la palabra crimen y en la palabra injusticia.

Dentro de las iglesias están Dios y todos los asesinados en su nombre. Ahora, el Vaticano quiere sacarlos de ahí, quiere pedir perdón por todos esos muertos, por sus seis deshonrosos pecados capitales, los cometidos -según dicen- al servicio de la Verdad y contra los disidentes, contra los devastados por la Inquisición o las Cruzadas; los cometidos contra Israel, contra el Cuerpo de Cristo, contra la dignidad humana, contra los derechos de los pueblos, contra otras religiones...

Pero eso no va a suceder en Madrid, ni en el resto de España; ese arrepentimiento no afecta a nuestra iglesia, que sabe presumir de muchas cosas y no se avergüenza de ninguna, que no quiere disculparse ni siquiera por la Guerra Civil, que apila sus cadáveres tras el altar y lucha porque canonicen o beatifiquen a sus curas franquistas, esos curas que a veces, bajo las sotanas, tenían los hombros amoratados por los golpes de las culatas de los rifles que disparaban contra los rojos, los ateos, las mujeres y hombres que exterminaban al servicio de la Verdad.

La iglesia española -que es una iglesia con minúscula, como lo deben ser todos los nombres manchados de sangre, como lo son algunas begoña, algunos domingo o algunos josu- no cede, no se disculpa, dice que no fue parte de la espada del Caudillo, que siempre fue neutral. Pero Mario Vargas Llosa dijo anteayer, mientras presentaba su novela La fiesta del chivo, que no se puede ser neutral en una dictadura, que en esa situación sólo se puede ser un héroe o un canalla.

Pobre Dios, qué soberbios resultan algunos de sus soldados. El premio Nobel de Literatura Yorgos Seferis contaba en uno de sus libros cómo "La Santa Inquisición" ordenó un día, según dicen, que se cortaran las alas de los ángeles de El Greco, porque sus medidas no eran ortodoxas. Es decir, ordenó a cuantos tuviesen la intención de crear ángeles hermosos de grandes alas, que sacrificasen al dogma cristiano lo que les gustaba y que aceptasen lo que no les gustaba".

Qué terrible, ese amor de la iglesia española, hecho de obispos fascistas y ángeles con las alas cortadas, hermosos ángeles de El Greco que serían, lo mismo que en el libro de Blas de Otero, ángeles fieramente humanos.

Uno de los poemas de ese libro profundo y espacioso es un soneto que se llama, escuetamente, Hombre y yo creo que debería estar clavado en las puertas de todas nuestras iglesias:

"Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,

al borde del abismo, estoy clamando

a Dios. Y su silencio, retumbando,

ahoga mi voz en el vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte

despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo

oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando

solo. Arañando sombras para verte.

Alzo la mano, y tú me la cercenas.

Abro los ojos: me los sajas vivos.

Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Esto es ser hombre: horror a manos llenas.

Ser -y no ser- eternos, fugitivos.

¡Ángel con grandes alas de cadenas!".

Sería hermoso ver esas palabras en el umbral de los templos, pensar que al otro lado de ellas podría estar la solución a ese poema.

Pero nuestra iglesia no pide perdón y uno, por ejemplo, camina por las calles de Madrid, por ejemplo, aunque podría ser otra persona y otra ciudad, ve pequeñas iglesias con un dios rencoroso, ve pequeñas iglesias que no parecen casas hechas para el amor sino para el olvido, construcciones con torres cuyas campanas tocan dulcemente la música de los muertos.

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