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Los niños

Dicen, con estadística preocupación, que hay déficit de niños, que los madrileños, los españoles, europeos y blancos en general no están por la labor de hacer hijos, porque bastante tienen con los accesorios domésticos y las navegaciones por Internet para interrumpir el merecido descanso a fin de preparar un biberón cada cuatro horas.Cuando estos menesteres eran desempeñados por las mujeres, el hombre los sobrellevó con entereza, pero, en vista de que les están negadas las delicias y venturas de la concepción y el alumbramiento, no le ven mayor aliciente al contraer tareas para las que no están conformados.

En épocas pretéritas, el amplio plazo entre las placenteras maniobras procreativas y su resultado desembocaba en la asunción, algo hipocritilla, de la descendencia como algo providencial y sobrehumano que mejor era encajar de buen grado.

Así se sucedían las generaciones y los excedentes de cupo en la mili. Entraba en las obligaciones de los reyes, necesitados de prolongar el negocio familiar, y ni remotamente inquietaba al gremio de los violadores.

Se ven muy pocos niños por nuestras calles, ya que sigue estando mal visto que les atropellen automóviles y motocicletas y también porque no hay quien los pasee. Quizás en los barrios prósperos se aviste a una joven aborigen americana empujando el cochecito del bebé afortunado, pero hace decenios que desaparecieron aquellas fastuosas amas, de cría o secas, y fue detectado algún ejemplar residual en los parques de San Sebastián.

Las criaturas son llevadas a la guardería, a las primeras horas del día, por el padre o la madre, según convenios privados, y sólo si hay un jardín público muy a mano las pastorean al aire libre esforzadas monitoras.

Me refiero a lo tenido por primera infancia, pues a la edad escolar corresponden otros recintos, antes llamados colegios o escuelas, hoy lugares donde intentan sobrevivir graduados de ambos sexos que han tenido que desempeñar la tarea -en tiempos, vocacional- de impartir educación. Pretenden ahora, simplemente, salvar la piel por un salario muy escaso.

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Parece extendido, en toda latitud, el gesto del menor que empuña con su tierna manecita una navaja o enciende el mechero bajo las narices del enseñante, al tiempo que pronuncia la frase sacramental: "Sabemos dónde vives y te quemaremos la casa", lo que está lejos de constituir una vana amenaza.

Los papás sólo pueden disfrutar de la bendición de la prole durante los fines de semana y festivos, no sólo por disponer de más tiempo libre, sino por otro inexorable condicionamiento: nadie se ocupa de ellos.

Es el momento en que los pequeñines pasan a integrarse en la sociedad y durante las jornadas dominicales o festivas aflora la población infantil por doquier.

Si los progenitores pretenden dar rienda suelta a su apetito cultural, visitando museos o exposiciones, veremos cómo revolotean las crías, sentándose en las barrocas molduras de los cuadros de gran formato o pasando, con intuitiva curiosidad, los dedos por las superficies pintadas que tengan más al alcance.

Los aficionados adultos han de admirar las pinturas con un ojo y prevenir con el otro las carreras de los infantes, pletóricos de vitalidad. Todo ello, ante la complacida indiferencia de los padres, llenos de indulgencia hacia el comportamiento filial.

El niño suele tener un complementario en los abuelos, aún más permisivos, para quienes la exuberancia de los descendientes debería ser compartida con placer por el resto de la humanidad, circunstancia que casi nunca se da.

La otra mañana sabatina, en el viejo bar adonde acudimos los supervivientes de pasadas generaciones a refugiarnos entre sus paredes de contrachapado, junto a disecadas cabezas de venado que nos recuerdan a ciertos ya desaparecidos contemporáneos, se instaló en la barra uno de los clientes que fueron asiduos. Le acompañaban tres muestras biológicas, entre los cinco y los ocho años, que pronto poblaron el mustio ambiente no con gorjeos impúberes, sino con aullidos y carreras que recordaban el acoso de una banda de comanches rodeando la caravana de carromatos.

Al abuelo se le caía la baba sin que hubiera síntomas que lo justificasen.

Quizá haya menos niños, pero no lo parece.

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