El voto dormido
El panorama electoral que proyecta el sondeo que hoy publica EL PAÍS es muy similar al que salió de las urnas en las europeas del año pasado. Esencialmente, consolidación del PP como primer partido, con una ventaja de casi cinco puntos respecto a los socialistas, y reducción a la mitad de los escaños que tenía IU. El destino del millón de votos perdido por esa formación entre 1996 y 1999 es la principal incógnita a despejar en la última semana de campaña. Si, como parece deducirse del sondeo, buena parte de esos electores sigue refugiada en la abstención, su recuperación por el PSOE podría permitir a Almunia disputar la primera plaza a Aznar. De momento no aparecen síntomas de que tal cosa vaya a ocurrir.Con estos datos, al PP le bastaría con el apoyo de un solo grupo, el de CiU, para alcanzar la mayoría absoluta. En 1996 necesitaba el de dos como mínimo. Por el otro lado, el 49% que sumaban hace cuatro años PSOE e IU se vería reducido ahora al 44%. Aunque suponga un avance respecto al 41% de las europeas y municipales, queda lejos del efecto esperado por Almunia y Frutos de su alianza. Parte de los tres puntos que subiría el PP vendrían probablemente del sector más centrista del electorado del PSOE, cuya pérdida por ese lado neutralizaría los que pueda recibir de IU. Esto es lo que hay.
Es significativo, aunque no definitivo si nos atenemos a la experiencia de las dos últimas elecciones generales. En las de 1993, Felipe González consiguió remontar en los últimos días de campaña, en gran medida por el paradójico efecto de su primer debate televisivo con Aznar: la clara victoria del candidato de la derecha hizo verosímil la derrota de González, y ello movilizó una última reserva del voto de izquierdas tentado por la abstención. En 1996, la distancia de casi diez puntos con que se inició la campaña se redujo a uno en las urnas por un reflejo similar. Una diferencia con esas dos situaciones es que no está González; otra es que un triunfo de la derecha daba entonces más miedo al electorado moderado, sobre todo en el terreno de la política social.
La favorable coyuntura económica ha permitido al PP mantener un compromiso que hubiera sido imposible en la legislatura anterior: aunar la reducción del déficit con el incremento del gasto público y la rebaja del impuesto sobre la renta. Al aumentar el empleo y el consumo han aumentado también los ingresos por cotizaciones sociales e impuestos indirectos. Pero no se debe a recetas específicas de la factoría Rato, porque lo mismo ha ocurrido en los demás países de la UE, la mayoría con Gobiernos de centro-izquierda. Por eso resulta tan antipático que un ex thatcheriano como Aznar se apunte el mérito de haber garantizado las pensiones, o que sugiera que el pacto "social-comunista" habría impedido la entrada en el euro cuando era él quien estaba en contra de ese objetivo hasta poco antes de las elecciones.
Ése es el punto débil del liderazgo de Aznar. Aunque no haya emprendido las contrarreformas que auguraban los socialistas, es muy raro que a él se le ocurra cualquier iniciativa que suponga un avance en la solidaridad, las libertades o la política internacional; y aún más raro que transmita alguna emoción imprevista: no sólo ha evitado cualquier expresión de satisfacción por la posibilidad de que Pinochet fuera juzgado gracias a la intervención española, sino que ha considerado un mérito su neutralidad ante la iniciativa de Garzón. El de la rebaja del impuesto sobre la renta ha sido casi el único asunto sobre el que este antiguo inspector de Hacienda ha mostrado alguna excitación, si exceptuamos el terrorismo. Al no poder ya presentar la tregua como aval de su política, ha afilado el mensaje de la firmeza contra ETA y el PNV. Desde sus propias filas se le reprocha no haber convocado elecciones cuando había tregua, pero hay motivos para pensar que, de haberlo intentado, ETA habría adelantado el fin del alto el fuego.
Almunia comparte con Aznar el perfil de alguien de quien se piensa que será mejor gobernante que candidato; con la diferencia de que el socialista no transmite la impresión de cálculo interesado. Aznar no quiere un cara a cara en televisión; pero no porque se vea perdedor, sino porque no desea riesgos. Ni siquiera considera el efecto pedagógico de ese debate o la conveniencia de establecerlo él como un uso democrático: se limita a constatar que no le conviene, y aduce razones insustanciales como no saber con quién tendría que debatir. Tal vez ese pragmatismo sea atrayente para una parte del electorado. En todo caso, la campaña del PP, con la gestión económica y la firmeza antiterrorista como banderas, es coherente con el perfil de su candidato.
La semana que nos separa de las urnas aclarará las incertidumbres: si existe un voto dormido como última reserva de la izquierda y si Almunia será capaz de rescatarlo y compensar así la ventaja que tiene Aznar como receptor del voto de quienes eligen al probable vencedor.
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