Elegancia bajo presión
Quienes compartieron con Hemingway la pasión por las situaciones extremas dicen que se sentía fascinado por lo que solía llamar elegancia bajo presión. Se trataba de cierta energía interior con la que era posible conquistar París bajo la amenaza de los últimos francotiradores alemanes, o encañonar a un búfalo en plena embestida, o citar a un miura desde el pitón contrario, o enfrentarse a Ezzard Charles, el futuro campeón mundial del peso pesado, sin exceder ni un solo gramo del peso medio. Eso explicaría su preferencia por el empaque natural de Antonio Ordóñez frente al poder atlético de Luis Miguel Dominguín y, desde luego, su devoción por Kid Tunero, aquel esgrimista cubano que, embozado en su puño derecho, despachaba a los grandes boxeadores de la época sin descomponer la figura. Era aquel Kid una especie de sepulturero amable que jamás discutió una sonrisa a sus más peligrosas víctimas. Nunca se le vio contraer un músculo antes de meter uno de sus temibles ganchos al mentón: en mitad del asalto definitivo no te miraba como un agresor, sino como un buda.Si hablamos de los deportes de equipo, la elegancia bajo presión es un valor contrastado. En términos relativos, la capacidad del jugador para sobreponerse al griterío de la multitud, o la de bordar una jugada después de un grave fallo, tiene un efecto ambivalente en la cancha: anima a los compañeros y deprime a los adversarios. En términos absolutos puede significar un partido o un campeonato.
En la NBA, que es un laboratorio avanzado, todos esos tipos fueron homologados hace mucho tiempo; allí llaman Big time player a los emprendedores, digamos Rusell, Johnson y Worthy, capaces de crecer en los grandes acontecimientos, y Clutch player a los artistas, digamos West, Bird y Jordan, capaces de resolver con esplendor la jugada decisiva.
Pero también en el fútbol podemos reconocer ambas jerarquías. Así, Guardiola, Redondo y Figo representarían al futbolista cuyo tamaño es directamente proporcional a la importancia del compromiso, y Raúl, al geniecillo malévolo que aparece con su caja de Pandora y, Controlo, amago, recorto y tiro, se lleva al barrio la Copa Intercontinental.
No son ejemplares únicos. Tal como confiamos en que Rivaldo tenga guardado su minuto de oro para alguna próxima final, esperábamos la llegada de Djalminha en Highbury, mientras el Arsenal de Wenger presumía de parque zoológico. Nadie pone en duda que la situación era delicada: mientras la grulla Kanu ahuecaba las plumas en el banquillo, el ratón Overmars movía la cola en la banda y el lince Bergkamp alzaba las orejas para descubrir algún ruido sospechoso en los collados del área.
Luego llegarían los goles de Dixon y Henry, pero en la distancia compartíamos algunos de los secretos del Deportivo: las irrupciones de Makaay, los latigazos del Turu y el repertorio imprevisible de Djalma.
Hacia la hora de partido enganchan a Flavio en el área, el árbitro marca el penalti, y ahí llega Djalma para tirarlo. ¡Qué momento, Djalma! Aquí, al sur de Europa, todos éramos cómplices tuyos: todos sabíamos que te perfilarías, que te comerías aprisa los metros de carrerilla, que invocarías de nuevo a Panenka, y que, tic, le darías a la pelota un golpe seco y mordido. La escena sería inolvidable: el pobre Seaman se elevaría lentamente como un viejo aeroplano y se desplomaría, carcomido, a la sombra del palo.
De pronto, ¿qué pasa ahí?, cuando pedíamos que abrieran para ti el Hall de la Fama, te estabas haciendo expulsar. Te fuiste y os reventaron.
A falta de elegancia bajo presión, la cagaste, Djalminha.
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