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Que nos pille confesados

En la noche del 17 de septiembre de 1936, tras ser brutalmente golpeado, y posteriormente atendido en la cárcel provincial por Antonio Buesa, joven farmacéutico preso en ese momento, paseaban en Bayas, junto a Miranda, a Teodoro Olarte, ex diputado general de Álava y miembro de Izquierda Republicana. El 27 de junio de 1937, era fusilado en las paredes del cementerio de Vitoria (donde, dos días antes, también lo fue Lauaxeta), el consejero de Sanidad del Gobierno vasco, Alfredo Espinosa. El 22 de febrero de 2000, asesinaban en Vitoria al ex diputado general de Álava y ex consejero de Educación del Gobierno vasco, Fernando Buesa, sobrino de Antonio. No quiero derivar nada de ello; las distancias de tiempo y circunstancia son grandes. Pero un tenue, pero viscoso hilo las une: el hilo de la infamia antidemocrática, y, también, el de la gravedad del hecho, por la representación ciudadana e institucional que ostentaban en todos los casos. Quede, sin más, constancia de ello para la reflexión política y ética.Pero, no es de esto de lo que les quería hablar. Lo que aquí me trae y preocupa es la gravedad de la crisis política en la que ha entrado Euskadi tras el asesinato de Buesa. "Sólo yo, yo sola, puedo regocijar a los dioses y a los hombres", dice la Locura en el Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam. Tal vez, una cierta locura autodestructiva se haya apoderado de algún sector político del país a base de querer regocijar a los hombres al tiempo que satisfacer a algún dios ancestral. Y, también, dice el refrán viejo, que a "aquellos a quienes los dioses quieren destruir, primero les conducen a la locura". Lo malo es que en su caída nos pueden arrastrar a todos.

Euskadi, tras el Estatuto, el hoy tan denostado Estatuto por sus antaño principales valedores, es un cuasi-estado dentro de una estructura federalizante como es la española. En una agrupación política y social así, los proyectos colectivos se articulan en ese marco. Por mucho que se hable de España, los asuntos se debaten en gran medida dentro del contexto vasco y se valoran en función de las consecuencias que tengan en él. Es una batalla hace tiempo ganada por el nacionalismo. Un sistema político articulado en una sociedad así, necesita un poder moderador para los momentos de crisis. Ese papel, incluso simbólicamente en tiempos de Garaikoetxea (recuérdese los cierres de ETB), lo ha ostentado tradicionalmente el lehendakari. De ahí las permanentes apelaciones a éste cuando se ha tratado de encabezar éste o aquel proyecto general.

Tras el último asesinato, el sistema político está más polarizado que nunca. Una polarización que amenaza con trasladarse a una sociedad ya de por sí dual en sus convenciones sociales y de cultura (véase la manifestación del sábado). El sistema de partidos resulta inoperante: si fracasa el proyecto de Euskalduna en el PNV, su actual dirección, aquejada de locura paranoica, puede entrar en crisis; el PP se siente cómodo con un discurso monocorde y el PSE es incapaz de articular un proyecto propio. A todo ello, hay que añadir el terrorismo, hoy envalentonado.

Esas son los beneficios que nos ha traído Lizarra, señor Egibar (a quien no tengo el gusto, y que me perdone). Si todo ello no fuera poco, la situación subalterna a la que se ha sometido a Ibarretxe por parte del PNV, ha roto, ya creo que definitivamente, el papel moderador que el lehendakari, ha jugado en el sistema político vasco.

¿Cómo recomponer todo esto? Muy difícilmente. No, de momento, pidiendo la dimisión de Ibarretxe (aunque se lo merezca), no hace sino crispar aún más los ánimos. Tampoco confiando en un cambio de rumbo del PNV, no con Arzalluz. De momento animando al voto masivo en estas próximas elecciones y exigiendo a las opciones moderadas y de inspiración civil (demasiado dependientes de las iniciativas de la intelligentsia, que sólo puede lanzar un mensaje por la libertad y contra el totalitarismo), la formulación de un proyecto en positivo capaz de recomponer esta sociedad. Y, luego, que Dios nos pille confesados.

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