Pez grande, pez chico
No quedan testigos de esta primera historia, pero sí muchas pruebas materiales: cientos de fósiles en los que aparece un pez tragándose a otro cuyo tamaño es tan sólo un poco menor. El pez grande se come al chico, sí, pero la escena no acaba de encajar con el sentido común: primero, no es creíble que la fosilización sorprenda con tanta frecuencia a un pez justo en el momento en el que su presa está a medio tragar, y segundo, ¿por qué es siempre la presa casi tan grande como su depredador? Investigadores como Holmes o Colombo no tardarían en reconstruir una historia verosímil: los peces quedan aislados en una charca durante una fuerte desecación del medio; al principio los grandes se comen a los chicos, pero cada vez hay menos donde escoger y llega un momento en el que, necesariamente, todos los tamaños se parecen. Entonces el incidente se hace altamente probable: una presa demasiado grande se encalla, a medio camino, dentro de un depredador demasiado pequeño y ambos caen al fondo, el uno ahogándose y el otro atragantándose. Allí mueren y se inicia el proceso de fosilización. La vieja regla de comer y no ser comido fracasa por partida doble. El instinto aprieta y es difícil de administrar. La segunda historia la contaba un pescador de Port de la Selva (Girona). En el mar todas las criaturas pasan hambre. Se puede crear una situación de gran tensión si en algún lugar coinciden un congrio (que puede comer pulpo) con un pulpo (que puede comer bogavante) y con un bogavante (que puede comer congrio). Lo que ocurre es, al parecer, algo fascinante: ¡nada! La recomendación de comer y no ser comido es aquí inaplicable: comer implica ser comido, y lo que aún es más importante, no comer supone no ser comido. El instinto aprieta, pero otro instinto puede llegar a administrarlo.
A la última escena de esta tercera historia se puede asistir, todavía hoy, en el acuario de Tampa (Florida), frente al inevitable tanque de tiburones. Lo extraordinario no es aquí el imponente deambular de estos peces de más de cien kilos, ni sus fauces repletas de dientes afiladísimos, sino un detalle: bajo un gran tiburón tigre nada sin desmayo otro pez grande, aunque mucho más pequeño. Nada como si estuviera unido a la panza del tiburón por una barra rígida invisible. Lo extraordinario es la evidencia de que el pequeño no es un colaborador ancestral del tiburón, como el pez piloto, ni un parásito, ni un comensal, sino un recién llegado. Los movimientos del pez pequeño son consecuencia automática de todo lo que hace el pez grande, hasta en los detalles más insignificantes. Recuerda un socorrido recurso del cine cómico y de las revistas de variedades. Es como si el pequeño se hubiera situado en el único espacio inalcanzable a la percepción (o a un ataque por sorpresa) del tiburón. Si algún visitante muestra su asombro y pide ayuda con la mirada, es muy posible que se acerque un animador del acuario para contar el resto de la historia. Pone los pelos de punta: el pez pequeño pertenecía a un grupo de seis ejemplares introducidos en el tanque una tarde de hace cuatro años. Cuando los cuidadores se retiraron aquella noche no parecía haber problemas de convivencia. Pero al día siguiente sólo quedaba uno de los llegados la víspera y nadaba mecánica y compulsivamente bajo la fiera: la escena era ya idéntica a la que puede verse hoy en día. ¡Cuatro años sin bajar la guardia ni un instante! El instinto tiene recursos inéditos y uno de ellos puede aflorar como una idea disparatada que, con permiso de la selección natural, quizá se convierta, un día, en el principio de una larga colaboración.
Jorge Wagensberg es director del Museo de la Ciencia de la Fundación La Caixa.
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