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Tribuna:BALONCESTO En recuerdo de Díaz Miguel
Tribuna
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Verano del 84

Díaz Miguel estaba inquieto el primer día de concentración. Con gesto serio nos reunió a los jugadores del Madrid y del Barcelona. Tres días antes había tenido lugar la histórica pelea en el segundo partido del play-off final y Antonio quería limar posibles asperezas. La reunión duró cinco minutos. Lo ocurrido ya estaba superado pero nos dimos unos abrazos para tranquilizarle . "Ya podemos irnos a entrenar", dijo Antonio. Para ser el primer día tenía pensado algo suave. Cuatro horas más tarde llegábamos de vuelta al hotel.Fuimos al Preolímpico de París a ganarnos la plaza en los Juegos. Para aquel equipo el torneo no revestía gran dificultad teniendo en cuenta que nuestros rivales eran Turquía, Suiza, Grecia, Suecia, Inglaterra, Alemania y Francia. Pero esta supuesta facilidad no iba con Antonio. En su exhaustiva y exagerada necesidad de saber cosas sobre sus rivales, mandaba a sus emisarios (normalmente Lluis Cortes, su fiel segundo) donde fuese (un torneo de tercera fila en Ankara podía valer) con tal de traerse un vídeo, aunque fuese de pésima calidad, grabado con una sola cámara doméstica y con la luz de una cena romántica. Antonio echaba mano de cualquier cosa para motivarnos, como que los turcos eran peligrosos porque uno de sus jugadores estaba en una universidad americana, lo que le costaba alguna broma por nuestra parte ("Antonio, me han dicho que en los suizos hay un tío que la mete para abajo"). Nos sabíamos de memoria todo lo que hacían los equipos rivales. Daba igual que fuese la URSS que China.

El Preolímpico fue un paseo (sólo perdimos con la URSS) y para celebrar la clasificación nos invitaron a La Tour D´Argent uno de los mejores restaurantes de Paris. Las pajaritas que nos pusimos no pudieron encubrir nuestra corta experiencia en salones tan lustrosos, pero esa circunstancia fue pronto olvidada ante los exquisitos platos, increíbles caldos, champán de una viuda muy conocida y unos puros tamaño XL. Eructamos siempre en voz baja y gritamos lo justo. En momentos de relajación como aquel era cuando aprovechábamos para plantearle a Antonio nuestras reinvidicaciones (menos entrenamientos, menos charlas, menos vídeos, más días de fiesta) siempre atendidas pero casi nunca aceptadas. En los postres apareció Felipe González, entonces presidente del Gobierno, y se produjo un duelo a chistes entre él y Jiménez. Los de Jimix eran mejores, pero allí, por razones de protocolo y peloteo, nos reímos mucho más con los de Felipe.

Hasta que salimos con dirección a EEUU un mes después no volvimos a juntarnos todo el equipo debido a diversas lesiones, enfermedades y algún que otro escaqueo, que de todo hubo. En el aeropuerto unos cuantos decidimos dejarnos crecer los pelos de la cara a discreción. Juanito Corbalán y el Lagarto De la Cruz lucieron bigotes de cuatro pelos, por no hablar de mi espantosa perilla.

El viaje hasta Los Ángeles tuvo dos escalas previas de las que sobrevivimos de milagro. Comenzamos en la Universidad de North Carolina, templo del baloncesto universitario. Si el objetivo era que adelgazásemos, aquel horno era el lugar indicado. Con una humedad del 90%, bastaba con salir a la cancha y dar un par de vueltas para estar empapado en sudor. Antonio, con buen tino, decidió reducir la duración de los entrenamientos. De las 2,5 horas y media por sesión pasamos a tan sólo 2,25. Durante nuestra estancia pudimos observar en directo por primera vez a la selección USA. A pesar de la exhibición, la moral permanecía intacta y plasmada en frases como "A estos les metemos de 30" o "pues no sé que tiene Jordan, a mi no me ha parecido gran cosa", que se oyeron en el autobús de vuelta.

La siguiente parada fue México. De entrada nos alojábamos en un hotel donde ejercían su trabajo un montón de chicas de vida alegre. El primero partido lo disputamos en la capital y fue tan sucio y peligroso que intentamos convencer a Antonio para largarnos rápidamente a Los Ángeles. No estuvo de acuerdo y dos días después cogimos un autobús infame (tuvimos que bajarnos un par de veces para empujarlo) y nos dirigimos a 100 km de D.F. A poco de empezar el partido se produjo una tangana monumental en la que intervino todo el equipo y donde pudimos poner en práctica lo aprendido en las películas de Bruce Lee. La cosa estaba clara. Nos largábamos pitando. Peor aún les fue a los uruguayos que llegaron el día siguiente. Un entrenador mexicano se presentó en el hotel con una pistola en la mano después del partido.

Llegamos por fin a Los Ángeles sin un objetivo deportivo concreto. Como decía Corbalán, había que jugar al tran-tran, uno por uno y por su sitio. En el primer entrenamiento nos cambiamos en el vestuario de los Lakers. !Qué emoción! ¡Qué vestuario! Más de uno vivíamos en casas mas pequeñas que aquello. Los días previos a la competición no fueron fáciles. Estábamos un poco hartos de tanta concentración, tanto viaje, tanto entrenamiento. Surgieron pequeños conflictos internos que solucionamos de dos maneras. Una, cada uno a su bola en el tiempo libre y otra con la terapia del pitillito. Consistía en reunirnos en una habitación después de cenar, echarnos un cigarrito (no todos) y comentar la jugada. Antonio nos pilló alguna vez, pero tuvo la delicadeza de hacerse el loco.

El desarrollo deportivo es bastante conocido. Fuimos segundos de grupo después de EEUU, en los cuartos de final acabamos con Australia y en el partido clave liquidamos a la Yugoslavia de Petrovic y Dalipagic. El panorama en el vestuario después de la semifinal era de absoluta perplejidad. Aquello era algo para lo que no estábamos preparados sicológicamente. Quedaba la final, pero nuestros Juegos ya habían terminado. Desapareció la concentración, preparamos la maleta y nos fuimos al Forum para recoger la medalla. Antes tuvimos que pasar un pequeño sufrimiento ante Jordan, Ewing y compañía, pero no era nuestra guerra. Después del partido nos lavamos un poco para estar más presentables (la quinta del bigote había desertado en bloque excepto Corbalán, y yo seguía con mi infame perilla), Antonio se colocó sus gafas de diseño y volvimos a la cancha para vivir el momento cumbre de nuestras vidas deportivas. Allí estábamos, subidos en el podio ante 1.500 millones de telespectadores con nuestra medalla.

La habíamos liado y media España había disfrutado con ello. Pero todavía no éramos conscientes del impacto que había causado nuestro éxito. Caímos en la cuenta poco después, a 8.000 metros de altura, cuando el comandante de Iberia salió de la cabina para anunciarnos que había 5.000 personas en Barajas esperándonos. Con aquel inesperado recibimiento terminó un inolvidable verano. El del 84, cuando Díaz Miguel y su banda tocamos la gloria.

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