Liceo, provincianismo invertido AGUSTÍ FANCELLI
La marcha de Josep Caminal del Liceo ha dejado un vacío de poder que empieza a agrietar el clima de consenso despertado por la reapertura del teatro. La fría acogida de Don Carlo, la última ópera en cartel, ha llevado incluso a algún sector de opinión a cuestionar el rumbo artístico de la casa y a plantearse si no empieza a sonar ya el tiempo del relevo para quien lo gobierna. A poco más de cuatro meses de la inauguración, la sombra de la duda ha empezado a proyectarse sobre Joan Matabosch, sin esperar siquiera a que concluya la primera temporada en el nuevo edificio. Sin embargo, trabajar con la incertidumbre a cuestas no es algo que al director artístico pueda venirle de nuevo. Cuando su antecesor, Albin Hänseroth, con el que ya colaboraba en calidad de adjunto, dejó el cargo en enero de 1997, fue propuesto de inmediato por Josep Caminal para ocupar la vacante, pero el consorcio no acabó de fiarse y le otorgó la dirección artística sólo a título provisional. No fue hasta abril del año siguiente que finalmente se avino a concederle la titularidad.La desconfianza sobre los jóvenes -o ya no tan jóvenes- profesionales formados en Cataluña es un hecho generalizado y no, como podría parecer, una exclusiva del FC Barcelona. Nos acompaña una fe muy tibia en nuestra propia capacidad de generar recursos para alcanzar las metas que nos hemos propuesto. Lo cual se contradice abiertamente con el cofoisme que supuestamente nos afecta. Tal vez lo que ocurre es que hemos estado tanto tiempo repitiéndonos lo estupendos que somos que al final hemos vaciado de sentido al país, de un modo similar a la pérdida de referentes semánticos que experimentan las palabras cuando, de niños, las repetimos compulsivamente.
Tantas veces la marca catalana ha sido esgrimida para invocar la excelencia y contraponerla a la bestia parda del centralismo que hemos acabado perdiendo de vista el lugar en que vivimos y la confianza en nuestros propios medios para mejorarlo.
Es seguro que en todo el mundo existe una persona mejor que Joan Matabosch para dirigir el Liceo. Pero, por lo que le llevamos visto, no parece que lo esté haciendo tan mal. De entrada se preocupó por redactar un contrato programa que contenía las directrices de la programación hasta el 2004. Se trata de un papel francamente más serio que los que ha habido ocasión de leer a propósito del Teatre Nacional de Catalunya, o de la Ciutat del Teatre o de los que no ha habido ocasión de leer en el caso del misterioso Auditori. Además, comparado con aquéllos, ha salido a un precio mucho más razonable: el propio sueldo del director artístico. Así las cosas, no se explica qué premura podría haber para relevar ahora a Matabosch. Si acaso, cabe preguntarse por qué no se le deja más suelto. Por qué por ejemplo cuando propuso el nombramiento de Josep Pons como principal director invitado el consorcio rebajó su petición al grado de director asociado. ¿Es que el titular de la orquesta de Granada y creador de la del Lliure, que tan magníficas temporadas programó en el local de Gràcia, tiene todavía que demostrar aquí lo que vale? Y quien dice Pons dice Ernest Martínez-Izquierdo, impulsor del grupo Barcelona 216, asistente en su día nada menos que de Pierre Boulez y actual titular en Asturias, o Edmon Colomer, responsable de la orquesta de la Picardía francesa. Todos ellos son profesionales rodados, ya en o cerca de la cuarentena, que aquí no han encontrado nada serio de que ocuparse. Es como si se les exigiera un plus de conocimientos por el mero hecho de haber nacido en Cataluña, mientras que si exhibieran un apellido extranjero tal vez hubieran colado antes.
Quizá a estas alturas lo que todavía no esté claro sean las funciones que deben asumir los consorcios públicos en nuestras infraestructuras culturales. El primer cometido debería ser apostar por un modelo, creer en él y defenderlo cuando y donde convenga. Eso permitiría crear un marco de estabilidad y confianza para que los profesionales del ramo seleccionados, sean de aquí o de fuera, pudieran desarrollar su trabajo con la tranquilidad y la autonomía de criterio que reclaman las decisiones de naturaleza artística. Las interinidades, es obvio, en nada contribuyen a crear ese necesario clima de sosiego. Ahora mismo, la falta de un sustituto de Caminal, que anunció su dimisión (rápidamente aceptada) hace ¡tres! años, ha abierto un periodo de incertidumbre nada positivo, pues quedan por delante tareas urgentes y delicadas que realizar: entre ellas, poner en marcha una inédita fundación del teatro en la que estarán representados unos cuarenta mecenas privados a los que se les ha prometido hacerles partícipes en la gestión. Es ahí, y no rebajándole a Pons la categoría de colaborador o estirando la interinidad a Matabosch, donde los administradores públicos han de demostrar el tino a la hora de tomar decisiones. Es ahí donde se materializa el cometido específico que les ha sido asignado y que no es otro que el de llenar de sentido político el modelo, argumentarlo en tanto que bien de interés general y velar para que en ningún caso se produzcan desviaciones sobre los objetivos previstos. Esto último lógicamente incluye poder revocar los cargos de responsabilidad cuando así se considere oportuno: nadie se lo discute. Pero antes hace falta tener claro el modelo y ahí es donde el invento falla una y otra vez. Si dejamos de una puñetera vez de llenarnos la boca con el santo nombre de Cataluña y nos ponemos a observar el país real, llegaremos a la conclusión de que, al menos en materia musical, disponemos de un nivel aceptable de profesionales capaces de dar satisfacción a la demanda social. Y si entonces fichamos a un crack llegado de fuera será de verdad porque estamos convencidos de que puede aportarnos cosas que nos faltan, y no por ese curioso provincianismo invertido que solemos practicar y que con tan poca fortuna hemos bautizado como cofoisme.
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