Andalucía
JUVENAL SOTO
Unos versos me revelaron que yo era parte viva en esa tierra. 1985 fue el año de la revelación, justo cuando un escritor argentino, Jorge Luis Borges, viera impreso su último libro de poemas. Los conjurados es el título del libro. En la edición que ahora manejo de la Obras completas de Borges, la página 491 está ocupada por un soneto llamado De la diversa Andalucía. Éstas son sus palabras: "Cuántas cosas. Lucano que amoneda / el verso y aquel otro la sentencia. / La mezquita y el arco. La cadencia / del agua del Islam en la alameda. / Los toros de la tarde. La bravía / música que también es delicada. / La buena tradición de no hacer nada. / Los cabalistas de la judería. / Rafael de la noche y de las largas / mesas de la amistad. Góngora de oro. / De las Indias el ávido tesoro. / Las naves, los aceros, las adargas. / Cuántas voces y cuánta bizarría / y una sola palabra. Andalucía."
Ni la nieve y el azul inmenso del cielo en Granada, ni el relámpago de las noches cordobesas, ni la mar de Cádiz, ni el amarillo hepático de la tierra en Almería, ni el hierro de Huelva, ni las piedras y el viento en Jaén, ni la morralla altiva de Málaga, ni siquiera las torres y el mujerío sevillanos; nada me hacía pensar, antes de 1985, que algo distinto al desdén pudiera unirme a esa tierra en la que yo vivía por entonces y en la que, hoy lo sé, pretendo que se agosten mis días en fecha, según espero, aún muy lejana; nada o casi nada hasta 1985, todo o casi todo hasta este 28 de febrero del 2000. A los versos de un hombre argentino que murió en Ginebra debo, pues, la condición orgullosa de andaluz que hoy poseo.
La universalidad, que con tanta algazara y tanta ligereza se presume para lo andaluz, también podría consistir en esto: en reconocer de pronto la tierra y la cultura en las que naciste y en las que vives a través de los versos de alguien que ni nació ni vivió aquí. Ese es mi caso, y en él me afirmo cada vez que retomo el soneto de Borges, cada vez que me repito -y les repito a mis amigos- que sus versos debieran inaugurar en Despeñaperros las tierras a las que todo un ejercito de invasores franceses -aquellos Cien mil hijos de San Luis- presentó armas, atónito frente a la belleza que se extendía ante él. Y es que seguramente lo más jugoso de cuanto rodea a cualquier ser humano tan sólo lo conocen otros que no comparten esa estancia, del mismo modo que los panaderos conocen la mejor cochura de su pan cuando otros lo comen.
Lucano y las fuentes y el Islam y la música y los cabalistas y Góngora y la molicie y los toros y la tarde y los amigos y la noche fueron míos cuando los leí en otro, un hombre ciego que escribía en Buenos Aires sobre lo que ya no podía ver pero sí supo desde casi siempre. Quizás se ratifique así que la belleza tampoco puede ser otra cosa que un estado de la mente.
Más que tierras y ríos y gentes, más que sombras y luces y desaires, más que himnos y banderas y emblemas, más que alardes y famas y grandezas, mi patria, y la de usted, es una sola palabra, culta y hermosa y rica. Andalucía es la palabra.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.