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Esquineros

CARMELO ENCINASLas esquinas tienen mala fama. En una esquina nos imaginamos mendigando cuando alguien augura nuestra ruina económica, en las esquinas hacen su carrera las prostitutas, cuyo prestigio social deja tanto que desear, y cuando queremos deshacernos de un plasta que nos agobia, le damos esquinazo. Me sorprende, por tanto, que los genios de la mercadotecnia que trabajan en el Partido Popular hayan bautizado con el apelativo de "esquineros" a los militantes que han diseminado por todo Madrid para que expliquen a los ciudadanos su programa electoral.

Y me sorprende, además, porque siempre se ha dicho que en esta ciudad pueden atracarte en cualquier esquina y alguno establecerá la comparación imaginando a los esquineros del PP con el antifaz y empuñando un folleto electoral como si fuera la recortada.

Sin embargo, nada más lejos de la realidad, los afiliados que se han apuntado a la iniciativa son gente bien cuya forma de vestir y de comportarse dista mucho de la que suelen exhibir quienes emulan en plan cutre las hazañas del legendario Luis Candelas.

No obstante, tengo la impresión personal de que los que han ideado esta novedosa modalidad de recaudar votos no calibraron bien las consecuencias de la misma en materia de imagen y que su iniciativa puede resultar contraproducente. Escogidos entre los más entusiastas de la militancia de base, los esquineros son aprendices de líderes a los que, supongo, habrán dado un cursillo acelerado de agitación de masas.

Sólo así se explica la escena que presenciamos a comienzos de semana en el estreno de uno de estos personajes, al que habían adjudicado el punto más populoso y emblemático de la capital, la Puerta del Sol. Era un arrojado joven de apenas veinte años que se hacía acompañar por cinco o seis personas de distintas edades. Allí vimos montar en un periquete el "pack de esquinero" con el que Génova les ha provisto para dar realce y categoría a sus mítines de bolsillo. Una puesta en escena, con megafonía y reparto de pasquines incluidos, para que no parezcan charlatanes de feria que se ponen a gritar en la vía pública o esos visionarios que, subidos a un ladrillo, sueltan sus soflamas en las verdes y londinenses praderas de Hyde Park. Encima de una tarima, con un atril delante y un panel azul marino detrás, difuminado en el centro para acoger el rostro sonriente de José María Aznar, el cachorro del PP inició su parlamento en tono decidido. Las convulsiones gestuales con que acompañaba cada una de sus frases en el intento de enfatizarlas no perturbaron en lo más mínimo la ordenada disposición de su pelo, engominado hasta la raíz. Nada de chaqueta ni corbata, el joven aspirante a concejal, diputado, ministro o presidente del Gobierno vestía un pantalón vaquero impoluto y un jersey de cashmere de los que cuestan un riñón en las boutiques de Serrano.

Arreglado pero informal, avanzaba en un discurso al dictado, memorizado y probablemente ensayado frente al espejo del váter de su casa, en el que desgranaba los logros del Gobierno popular como si relatara las proezas de Ulises en su retorno a Ítaca. Declamaba al cielo alzando tanto la mirada que apenas advirtió la ausencia de público terrenal atendiendo lo que decía.

Sí había transeúntes que se paraban unos segundos a mirar de qué iba la cosa, pero a cierta distancia, como si temieran verse involucrados en un programa televisivo de cámara oculta, ser captados por un iluminado o que el fogoso joven se lanzara de improviso al cuello para exigirles el sufragio en un arrebato de ardor electoral.

Próximas a él, y escuchando embelesadas, estaban tres señoras mayores muy bien vestidas, alguna de las cuales tenía un sospechoso parecido físico con el orador.

Serían probablemente su madre, su tía y su yaya, que no quisieron perderse el debú de tan arrebatadora promesa política. Las mismas que cuando puso término a la perorata y arrancó por megafonía el tachán tachán de la musiquilla de campaña, irrumpieron en un solitario y cerrado aplauso carente del menor sentido del ridículo.

Toda la compañía de esquineros sonrió al joven mientras bajaba orgulloso de la tarima con la satisfacción del deber cumplido.

Había nacido una estrella, comentaban.

Nadie se atrevió a desencantarles por patética que resultara la escena. La mala reputación de las esquinas sigue justificada.

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