Lo urgente MANUELA CARMENA
La justicia, a la vez que una función esencial, garante del Estado de derecho, es un servicio público como la sanidad o la educación, que para cumplir aquélla ha de ser eficiente. Reconocida ya en otros sectores, esta afirmación aún se cuestiona en el caso de la justicia.La exigencia de eficiencia sólo puede venir del exterior, de los ciudadanos directamente, y a través de sus representantes políticos. Por ello resulta especialmente idóneo plantearla en un momento electoral. Las encuestas coinciden en el reproche: la desesperante lentitud de la justicia en España. Las leyes procesales fijan plazos perentorios. También forman parte, pues, de las exigencias legales; sin embargo, se incumplen.
"... En este procedimiento se han observado todos los trámites legales, menos el plazo para dictar sentencia, que no ha sido posible por la acumulación de asuntos". Paradójica, por su irregularidad, la frase es coletilla tradicional de la literatura judicial. La lentitud de la justicia se ha justificado siempre por la insuficiencia de sus medios.
Hoy, cuanto menos, resulta una verdad a medias. Las importantes inversiones realizadas desde los años ochenta obligan a hacer un análisis más riguroso. La inversión es necesaria, pero no suficiente. En todo caso, obliga a plantearse esta pregunta: ¿se puede mejorar la dilación de la justicia con lo que tenemos?
La respuesta es "sí, sin duda". Pero ¿cómo conseguirlo?, ¿qué hacer?
Antes que nada, y como requisito, ha de plantearse como objetivo, y entonces ha de empezar a cifrarse con una medición cuantificada, como en otras políticas públicas. Reducir, por ejemplo, un 25% la dilación de los procesos podría ser un objetivo razonable para una legislatura.
Convertido en objetivo colectivo, haría falta un plan para acelerar la justicia, para hacerla más eficiente. El Libro Blanco elaborado por el Consejo General del Poder Judicial es una guía. Habría de ser referente obligado.
Algunos aspectos de ese plan, de hecho estratégico, serían:
1) Utilizar adecuada y coherentemente los recursos humanos con los que contamos. Faltan jueces, sí, pero tenemos más de 2.000 secretarios judiciales desaprovechados, licenciados en Derecho que superaron una oposición difícil a quienes hay que ampliarles su competencia, algo que la nueva ley de Procedimiento Civil, incomprensiblemente, les restringe.
2) Implantar un sistema generalizado de incentivos basado en la productividad. Aunque siempre difícil, constituye ya una norma aceptada en la moderna Administración. ¿Por qué no en la justicia? También somos servidores públicos a los que se nos debe exigir eficiencia. ¿Oponer calidad a cantidad? No. Reconocer que la celeridad también es parte de la justicia. Los legisladores lo reconocen cuando imponen plazos. La contrastada capacidad y no sólo la mera antigüedad en el escalafón ha de ser también criterio fundamental para la promoción.
3) Definir y sobre todo coordinar competencias de Gobierno. La Ley Orgánica del Poder Judicial apostó por la descentralización de las competencias. Aunque parcial, el resultado ha sido bueno; el proceso se ha quedado a medio camino. Falta coordinación entre el Ministerio de Justicia, el Consejo General del Poder Judicial y las comunidades autónomas. Un escenario a clarificar, y cuando menos a coordinar.
Se ha configurado una pintoresca situación en la que resulta como si el personal de una empresa lo contratase la competencia y lo pagase un tercero que no tuviera que ver ni con una ni con otra.
La dilación de la justicia no es su único problema. Resulta, sin embargo, el más urgente, porque la dilación y en definitiva su ineficacia le restan legitimidad.
Queda para otro momento una reflexión sobre el desfasado modelo tradicional de justicia que en muchos casos causa incomprensión y rechazo. Ello supera, sin embargo, con creces el episodio electoral al que responde este artículo.
Manuela Carmena es vocal del Consejo General del Poder Judicial.
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