Ejercer la libertad
FERNANDO BUESA hizo de la libertad un ejercicio permanente y público. Sabía que estaba en la diana de ETA, y asumió las cautelas de seguridad que le exigía el cargo, pero nunca se sometió a las amenazas. Sostenía que la mejor pedagogía frente al terror era defender abiertamente las ideas propias. Lo hizo sin concesiones como portavoz socialista en el Parlamento vasco, donde consiguió sacar adelante el viernes una moción contra la violencia, y también en las calles. Coherente hasta el fin, el sábado estuvo al frente de la manifestación que recorrió San Sebastián para exigir la disolución de ETA. Su asesinato -y el de su escolta- es sólo la última prueba de que el País Vasco es un territorio cuyos ciudadanos viven bajo un estado de excepción. Pero la única forma de rescatar la libertad es ejercerla, como Buesa, a plenitud. No hace falta esperar a leer hoy el boletín externo de los terroristas para saber que al que fuera vicepresidente del Gobierno vasco y portavoz en ejercicio de los socialistas en la Cámara de Vitoria lo han asesinado por no plegarse a las imposiciones de la organización terrorista y de sus amigos.
ETA ha asesinado a ese político y a su escolta, un agente de la policía autonómica vasca, dos días después de que el portavoz de EH, Arnaldo Otegi, compañero de Buesa en los bancos del Parlamento de Vitoria, se refiriese a los participantes en la manifestación del sábado en San Sebastián como "la gusanada". Entre esos manifestantes gusanos estaba el que es hoy el último nombre en la lista negra de ETA. "Que no vayan de víctimas", les había dicho Arzalluz.
Acaban de cumplirse cinco años del asesinato del concejal y diputado autonómico del PP Gregorio Ordóñez. El periódico que entonces hacía de boletín invocaba "la lógica que mueve a la organización armada" para interpretar que el atentado era "una respuesta" al PP, como "posible vencedor de las próximas elecciones", por su negativa a "buscar soluciones al conflicto". Días después, ETA confirmaba que había matado a Ordóñez por pertenecer a un partido que ha dicho que, "en caso de asumir la responsabilidad de gobierno, las vías de las conversaciones no estarían más abiertas que ahora".
En 1999 fue el PP el objetivo preferente de las acciones de sabotaje y amedrentamiento. En lo que va de año se han registrado 12 ataques contra sedes y militantes socialistas, y uno, el pasado fin de semana, contra un concejal del PNV. La fijación sobre los socialistas tiene el significado inequívoco de un aviso por si ganan las elecciones. Más concretamente: que si ganan y ETA decreta una nueva tregua deberán ceder a sus exigencias.
Pero es también un desafío frontal al nacionalismo. La tregua de ETA hizo posible una alianza entre el nacionalismo violento y el democrático, que se adaptó a las exigencias del otro. Durante el año y medio que duró el alto el fuego, el PNV y EA fueron deslizándose hacia concesiones cada vez mayores bajo la amenaza de que si no se mostraban diligentes en la construcción nacional volverían los atentados. En esos meses, la Ertzaintza redujo al mínimo su actividad contra el mundo violento por temor a que una actuación más enérgica fuera utilizada como pretexto para el regreso de ETA. Lo mismo ocurrió en Irlanda del Norte entre agosto de 1994 y febrero de 1996, un tiempo en el que no hubo atentados, pero en el que se intensificaron los ataques que aquí llamamos kale borroka. Se suponía que si había ruptura de la tregua se romperían de inmediato las relaciones entre los dos nacionalismos. Sin embargo, se mantuvieron tras el anuncio del fin del alto el fuego e incluso después del asesinato del teniente coronel Pedro Antonio Blanco, el 21 de enero. Ibarretxe dejó en suspenso el pacto con EH que sostenía a su Gobierno, pero su política siguió siendo la del acuerdo de Lizarra, que siguió vigente.
Ésa era la situación hasta ayer: un Gobierno vasco, incluyendo a su policía, maniatado por el temor a agraviar a ETA y a su brazo político, y unos partidos nacionalistas sometidos a chantaje y cortándose la retirada con una política suicida de superación del estatuto, único marco que hubiera permitido articular una política alternativa de consenso. Un chantaje siniestro: puesto que la paz -antes, el mantenimiento de la tregua; ahora, su restablecimiento- depende de la actitud de los partidos nacionalistas, éstos deben mostrarse fieles a Lizarra, pase lo que pase; aunque vuelvan a matar. Un planteamiento perverso porque la amenaza no es tanto la de atacarles a ellos, sino a los otros, a los no nacionalistas. Lo que ETA dice al PNV y EA es que si no hacen lo que deben matarán a socialistas y populares; que les convertirán en sus cómplices; que harán recaer sobre ellos la sangre que derramen.
Por ello, el momento es de enorme gravedad. El lehendakari dio ayer por roto el pacto de gobernabilidad con EH. Era imposible que siguiera gobernando apoyado en el brazo político de la organización que ha asesinado a un ex vicelehendakari y a un ertzaina. Pero está por ver la actitud de los partidos nacionalistas. Su rechazo a admitir la evidencia de que ETA no buscaba la paz, sino otra cosa, revela un voluntarismo irresponsable. De la actitud que adopten ahora los que dieron a sus partidos la embarcada de Lizarra dependen muchas cosas. La primera, que pueda recomponerse la unidad de los demócratas o que obliguen a los no nacionalistas a defender en solitario, y bajo grave riesgo, sus libertades individuales; entre ellas, la de no ser nacionalista.
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