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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La competencia

La defensa de la competencia se ha convertido estos días en el santo y seña, al menos verbal, de nuestros políticos, metidos ya de lleno en el fragor de la campaña. Al hilo del reciente acuerdo estratégico entre Telefónica y el BBVA para desarrollar una retahíla de proyectos conjuntos en el planeta Internet, el Gobierno ha recordado de pronto que todavía están pendientes los flecos de la fusión entre el BBV y Argentaria. Concretamente, el expediente de concentración que el órgano de Defensa de la Competencia instruye de oficio cuando se produce una fusión como la que dio origen al nuevo BBVA, cuya aprobación provisional se produjo el 29 de diciembre y que dio lugar un mes después a su inscripción en el Registro Mercantil. De Aznar a Rato, con la adhesión encendida de Piqué, el PP ha levantado la bandera de la competencia como si nada le uniera a los empresarios que han protagonizado estas operaciones, mientras el PSOE arremete contra ellos por sus vínculos con el Gobierno.La llamada nueva economía, que tuvo su primer gran episodio en nuestro país con la salida a Bolsa de Terra, ha estallado así de lleno en medio de la campaña electoral. Es probable que no sea el mejor momento, pero los empresarios suelen decir con bastante razón que un acuerdo se alcanza cuando se puede, no siempre cuando se quiere. Su calendario rara vez casa con el de los políticos.

Pero puestas así las cosas sería deseable que los partidos con vocación de gobernar se pusieran al menos de acuerdo en que la defensa de la competencia es una condición para ejercer la libertad de empresa y como tal debe estar sometida a normas estables. Así nació la legislación específica que desde Estados Unidos -con las leyes antimonopolio del XIX- se extendió a Europa como garantía de un mercado libre. El Estado democrático asume así la función de impedir los abusos. A mayor libertad de empresa, mayor necesidad de normas claras y órganos de vigilancia.

La defensa de la competencia supone de hecho entregar al Estado un poder excepcional. Por ello es crucial la elección de los órganos del Estado encargados de su ejercicio. En Estados Unidos no es el Gobierno de turno quien decide al respecto; las actuaciones reguladoras son resueltas por agencias independientes o directamente por los jueces. El Gobierno federal o los Gobiernos estatales actúan como acusadores, no como órganos de decisión, tal como ha ocurrido en el caso Microsoft.

Desgraciadamente, en España el Gobierno no sólo está involucrado en la persecución o la denuncia de las actuaciones empresariales que pueden poner en peligro la competencia, sino que además se reserva amplias facultades de resolución en materia de concentraciones y actúa como instructor y juzgador, por mucho que sus decisiones puedan ser luego recurridas a los tribunales. La ley de 1989 -que en su momento supuso un paso importante- siguió la pauta del modelo francés frente al alemán, que fija una mayor separación del Gobierno. La ley de 1999, aprobada a instancias del Partido Popular, no sólo no ha mejorado aquélla, sino que ha aumentado las facultades discrecionales del Gobierno para inmiscuirse de forma directa.

Un camino siempre peligroso, y más con un Gobierno de marcada voluntad intervencionista como ha sido el de Aznar por mucho que predique liberalismo de boquilla. Así, puede cerrar los ojos ante actuaciones contra la competencia que le gustan -por ejemplo, la fusión de Endesa, Sevillana y Fecsa, autorizada por acuerdo del Consejo de Ministros, que impidió cualquier actuación del Tribunal de Defensa de la Competencia-, o puede frenar otras operaciones que le desagradan. En definitiva, puede utilizar la amplia discrecionalidad que le ofrece la ley según se trate de amigos o supuestos adversarios.

La defensa de la competencia, si se encomienda a órganos no independientes, se convierte en un arma que el Gobierno puede utilizar a su antojo. La libertad de empresa, como el resto de las libertades constitucionales, no puede estar sometida al albur del favor político y debe gozar de un marco objetivo, cuya vigilancia recaiga sobre agencias independientes de la Administración. Sólo así se conseguirá proteger a los ciudadanos frente a pactos ocultos, abusos de posición dominante o excesos del Gobierno. En la medida en que supone restringir una libertad básica, ni siquiera el acuerdo de las partes debería bastar al poder político para meterse por medio. Conviene recordar estas cosas ahora que los que mandan se muestran preocupados por marcar distancias que ellos mismos han borrado en estos cuatro años. Puede que algo no les haya gustado, pero esto no es cuestión de gustos.

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