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La artera seducción de Francesco Clemente

JOSÉ LUIS MERINO

Al visitar por sexta vez la exposición de Francesco Clemente en el Museo Guggenheim, comprendimos que el arte desplegado en la muestra provenía de un encantador de serpientes. En el primer encuentro con la obra del italiano, los cambios continuos de identidad artística tienen como objeto deslumbrar, cuando no fascinar, seducir. La mirada del espectador va absorbiendo los estilos que el propio Clemente ha tomado de otros. Su arte es sumamente ecléctico. Se nutre de todo: de los hallazgos de los expresionistas, de los neoexpresionistas (los nuevos salvajes alemanes), de los diseños de vestidos, de la publicidad; introduce los vigorosos trazos de los tachistas y de la pintura gestual; junta texturas de diferente cuño en una misma obra, y un sinfín de aditamentos más para dar gusto a su ego artístico, al tiempo que encandila al espectador.

Para alcanzar un mayor poder de seducción, se sirve de elementos que utilizan los pintores de bazares de Madrás (India) y de determinados acentos extraídos de la pintura medieval de Orissa (India también). Todo ello salpicado por la participación del sexo, ya como aspiración lúbrica, ya como puro diseño a la moda. Además de lo dicho, entra en sus escenas la obsesión de impostar sus autorretratos en la mayoría de los trabajos, lo que viene a ser una manera de querer imponer su yo a todo aquel que contemple sus obras.

Analizada la exposición, saliéndose de esa primera impresión tan cautivadora, se observa que a su pretendida ambición de querer ser muchos seres al mismo tiempo le hubiera venido mejor no impostar tan de continuo su propia efigie en las obras. Es decir, lo que podía ser una viva y permanente latencia -raíz inherente a toda creación de gran envergadura estética-, se torna en enquistado narcisismo.

De otro lado, se sabe que las obras plásticas consiguen tener una mayor aceptación popular cuanto más grande sea la tendencia en torno a los discursos meramente narrativos. Y Francesco Clemente es un artista profusamente inclinado hacia la narración.

Se comprende su insistencia en el nomadismo estético. Lo hace como argumento favorable hacia sí, para que las miradas salten de un lado a otro subyugadas, sin que tengan que fijarse en sus estilos únicos. Y es en esos estilos únicos donde advertimos sus defectos, sus debilidades, sus impericias. Por ejemplo, en su obra permanente del Guggenheim, la sala llamada La habitación de la madre. Ahí no puede escudarse en el socorrido aval del artista nómada. Pone de manifiesto en esa habitación demasiados aspectos facilones. Por una parte, pretende buscar la unidad de los lienzos a través de una hojarasca relativamente igual; le sigue la intención de acumular secuencias diferentes, haciendo coincidir lo que no es simultáneo. De otra parte, traza ojos rasgados lo mismo para animales que para seres humanos, en un afán bastante pueril por conseguir unificar grafías. En cuanto a las texturas, también ahí se vislumbra una cierta intencionalidad simplista, ya que para conseguir que las rugosidades de los fondos acaben por contener elementos homogéneos deja a la vista el fondo virgen de las telas de lino, en una alternancia de pintado y fondo virgen, pintado y fondo virgen,...

Relacionando habitaciones, tampoco cabe atribuir demasiadas esplendideces a la habitación oscura, que llama La estancia índigo. Es de un misticismo una pizca panoli.Por lo dicho, se advierte que este artista más que una poética propia, posee una idea generalizada de la poética. Tengámoslo presente para juzgarle adecuadamente.

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