Hallazgo
Las universidades españolas van a realizar un inminente hallazgo: el alumno, al que espera un inédito protagonismo en la estructura universitaria.Los estudiantes han sido hasta ahora una masa indiferenciada, voluminosa y amorfa, especie de granel apenas descrito en otros términos que los simplemente cuantitativos (tenemos tantos miles de alumnos, tantos matriculados...). Pero decrece la demanda de plazas en las aulas, mientras que la oferta nunca ha sido tan abundante y diversificada. De repente el alumno va a ser un objetivo en disputa.
Una vanguardia de la nueva situación son los cursos tipo máster, cuya reedición depende de la satisfacción de sus inscritos. En ellos el alumno, salido de aulas masificadas y perdido su anonimato como miembro de un mercado cautivo, adquiere previa sustanciosa matrícula nombre y apellidos como señor cliente. Es un rango que el alumno de grado de las universidades públicas no ostentará porque no paga sus costes de formación, pero incorporará sus rasgos al ejercer su libertad de escoger campus. La administración y la gestión universitarias, hechas para soportar una avalancha de alumnos, tendrán que descubrir la mercadotecnia y aprender de las empresas estrategias y mañas para que su razón de existir, sus alumnos, no se los arrebate la competencia.
Será difícil mantener la actual insignificancia electoral de la masa estudiantil dentro de la "democracia" universitaria (el voto de un catedrático vale lo que cientos de alumnos) ni una versión de gobierno universitario bajo el lema de todo para el alumno, pero sin el alumno. Las propias organizaciones y órganos estudiantiles, hoy tan vulnerables a la manipulación política, tendrán que ejercer un papel más genuino canalizando las inquietudes de sus representados.
La amenaza del paro creó toda una generación de estudiantes dóciles, asustados ante su futuro laboral. La generación emergente, con mayor hueco en la sociedad, será menos cómoda de administrar y más crítica para aprender. Va a ser una auténtica revolución en las aulas, porque el profesor, atrincherado en su libertad de cátedra, y habituado a responder de sus rendimientos docentes sólo ante su propia conciencia profesional o, como mucho, ante unas evanescentes evaluaciones, deberá ahora rendir cuentas ante un usuario cada vez más consciente de sus derechos y exigente con la calidad del servicio que recibe. Antes, el papel del profesor se justificaba solo: a más matrículas, más plazas docentes; ahora habrá que demostrar que se sabe enseñar bien y hay capacidad de adaptación a los acelerados cambios en los saberes que demanda la sociedad. La rigidez de la estructura docente de las universidades españolas no les coloca en la mejor condición para responder con agilidad en una etapa que impondrá crecientes dosis de humildad y rigor a las universidades, porque en adelante el futuro del alumno dependerá del aprobado de su profesor tanto como ellas del aprobado de sus alumnos.
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