_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Diálogo Norte-Sur

JAVIER MINA

Lo ha vuelto a decir. En su última comparecencia televisiva, el jefe de todos los vascos, pero menos de otros, ha vuelto a repetir que, en ausencia de violencia, todos los planteamientos políticos son legítimos. ¿No se habrá enterado acaso de que existe un problema llamado Haider que trae de cabeza a todo Europa precisamente porque no todos los planteamientos, ni siquiera los políticos, pueden ser legítimos? Claro que, a lo mejor los aires que corren por aquí son distintos pero para que no lo sean convendría fijarse más de cerca en lo que está sucediendo en el corazón y en el sur de Europa no vaya a suceder que con tanta oda a la etnia -por la vía ideológica- tanta exaltación de la lengua y tanto cántico a la diferencia acabemos pegando fuego a las viviendas, los lugares de reunión, los negocios o los coches de quien consideramos distinto y nos dé por tomarlo como una cosa, si no del todo inocente, al menos tolerable.

La irresistible ascensión de Haider se habría dado, dicen, debido al cansancio producido por la alternancia en el poder de dos partidos que alternaban tambien sus chanchullos (en vienés suenan mejor: proporz). Lo expresaba muy bien un probo ciudadano que se tenía a sí mismo por liberal: "Voté a Haider porque él trae un impulso a Austria tras 30 años de irresponsabilidad política". Seguro que muchos comparten su opinión y se ven a sí mismos como realizando un acto heroico que sacara a flote recónditos remordimientos, pero hubieran podido seguir durmiendo durante siglos acunados por el aburrimiento y la mezquin-dad, no en vano un tal Bernhard los tenía por miembros de "una sociedad básicamente enferma, propensa a la violencia y al desvarío".

Ha bastado que la guerra de Kosovo desbordara el vaso emigrante para que los austriacos se hayan pasado a la integridad y hayan decidido acabar con tan nefasto estado de cosas aun a riesgo de entronizar lo políticamente inco-rrecto. Luego, asustados por su propio exceso, han tratado de escabullirse, ¿Austria racista?

Siempre es otra cosa. Los exaltados de El Ejido tampoco se ven a sí mismos como racistas sino como justicieros. Entienden escarmentar a los delincuentes y poner coto a los delitos -de los extranjeros- organizando progromos. No quieren percatarse de que son ellos mismos quienes han creado las condiciones para que se dé la delincuencia -del extranjero- atrayendo a una mano de obra barata que no recibe ningún tipo de subsidio y a la que hacinan, completamente desarraigada de su familia, en condiciones moras, o infrahumanas que viene a ser lo mismo. Y una vez que se produce el delito -del extranjero- encuentran de lo más cívico matarlo in nuce, o sea liquidando al infractor. Pasan por alto, al igual que sus colegas austriacos, que su propio enriquecimiento es a costa de esa mano de obra a la que le exprimen la última gota sin devolverle nada a cambio como no sea un salario inferior al que recibiría un nativo por un trabajo que no quiere realizar sin querer tampoco que lo realice un sarraceno tirando, encima, los precios.

Y ahí está la madre del cordero. Mientras se les siga considerando como máquinas-herramienta, como meros yacimientos de mano de obra cuasi-regalada y no se les incorpore al rango de ciudadanos de pleno derecho volverán las suspicacias y los hostigamientos, ya sea de la mano de la pura visceralidad ya del frío razonamiento disfrazado de labia democrática. Porque El Ejido y Haider están ahí para demostrarnos que se puede llegar a la xenofobia, tanto a partir del mar de plástico y un poso cultural que no rebasa las cotas del espagueti-western, como del musical Danubio, el bosque mittteleuropeo y un refinamiento cultural hecho de imperio, pan de azúcar y psicoanálisis. Todo es quererlo, basta apostar por la bonanza económica a costa del otro y de acantonarse en lo propio para mantener inerme al distinto, el exceso nacional vendrá solo. Un vienés de buen juicio, Schnitzler, no creía que representara ningún tipo de virtud amar al propio país y la lengua de los padres. Tampoco la hay en odiar la lengua y el país del distinto ni todavía menos en odiarle a él. ¿O sí?

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_